A nombre de la sociedad extraterrestre
que perdió a su psicólogo
Sergio Ernesto Ríos
Como cuando vivías
cantarás.
Aunque no vuelvas.
Lucho Hernández
Que era un punk frustrado a bordo de un bajo eléctrico, temiblemente improvisado, en una de esas adolescencias aceradas de los años noventa, me contó Luis Alberto. ¿Quién no lo era?, le dije, de vuelta a otras madrugadas, a otras ebriedades, a otros dones del cielo.
Hoy pasé toda la tarde oyendo en mi cabeza una canción de Garamona que habla de una “pandilla punk exterminada”. Y el azar presente en mi ejemplar del abuelito del Spotify, que llamábamos IPod, toca ahora todos mis archivos mp3 de Jaco Pastorius, apodado el primer jazzista punk. Sobre Pastorius fantaseo con ese robo caribeño, engalanadamente africano, que desde su radio de onda corta lo hechizaba cada noche sin distinción entre su Miami y Cuba. Disculpen la divagación, trataré de recomponer el comienzo.
Luis Alberto también era un ser híbrido, el último de los poetas Napster, el último de los poetas gamers, el primer poeta iPhone, pantallas electrónicas antes que bosques, el azote de los caciquitos culturales y funcionarios queretanos,[1] un diccionario de retórica andante, José Gorostiza + Bob Flanagan, López Velarde + Linh Dinh, Rafael Lozano + Gerardo Arana. Lo conocí muy joven, cuando era psicólogo[2] y aprendiz de brujo del Siglo de Oro.[3] Devoto gongorino y devoto gonzalorrojístico, sus primeros libros tienen ese derroche de música venido del esdrújulo y que vienen y van, y son bienvenidos, lúbricos, apasionados, vigorosos poemas de amor y también muy tristes poemas de desamor. Un típico escorpión: “Hay días, amor, yo no entiendo: / somos tan poca carne, / y es nuestro tan poco cielo”. Esos versos de Luis Alberto Arellano atesoraba en su biblioteca Guillermo Fernández, transcritos en un papelito blanco.
Para mí, el ciclo más poderoso de la poesía de Luis Alberto Arellano empieza con Plexo. Esas provocaciones a los locos, los ovnis y las madrugadas son el signo benigno del que desea borrar del mapa ese bajío mostrenco y panistoide: nada de maitines, sembremos zombis. Y lo borró desde la ficción, desde la segunda naturaleza que es el poema, pero lo borró, sobre todo, en la vida real.[4] Luego vienen Bonzo y Grandes atletas negros. Libros de arrebatos, libros de interminables enumeraciones,catálogos de reinos perdidos, infectados por la metáfora del vacío proto-millenial que encarna el zombi, el zombi omnipresente de sus amados videojuegos, el zombi rey de las carteleras y amo de siete temporadas de seriales; somos los muertos vivos, Zombi Trump, Zombi Peña Nieto, arúspices del zombi, oficiantes de la jerigonza, wikipedias pavorosas, buscadores de Google que cada día se alegran con una efeméride ociosa, vida online, vida con todas las rayitas del wifi, vida like, vida llena de seguidores, vida a ciento cuarenta caracteres, vida en tiempo real, vida en vivo. Esa es la elegía que escuché y entendí muchos años después –frente al pelotón de fusilamiento de la poesía mexicana– en sus últimos poemas. Un tránsito a la saturación, borrarse ahí, botadero de otro siglo, sobredosis, blur irrespirable. Una incompleta obra completa. Una obra completa pactada en el infuturo de la muerte.
Un primer ciclo lo componen Nómina de huesos, La doctrina del fuego, Erradumbre y De pájaros raíces el deseo, libros enclavados en una estandarizada estética dosmilera mexicana. Casi un manual para ser un perfecto Paul Celan, José Ángel Valente o Jorge Fernández Granados. La búsqueda de una raíz mítica, bíblica, castellana, pura y de silencios singulares, solemne y ensimismada en el canto, la fugacidad, el deseo y el prestigio poético de ciertas palabras: ceniza, fuego, lluvia. Todo afincado en el territorio del erotismo, eso contrasta el plúmbago de las entelequias con una bella y necesaria educación de los cinco sentidos. Hacia el final del libro De pájaros raíces el deseo, entre un boscoso homenaje a Gonzalo Rojas –erótico, clásico, exudante– aparece un nuevo registro; ahí, el poema “A little less conversation, little more action, babe” es el anuncio de sus siguientes libros, una música improvisada, la ironía frente al mundo que se cuela con su paranoia, con su pop, sobredosis residual de internet. Cree en el ruido, cambia el trazo por la gestualidad de la mancha y la saturación. No hay vuelta a la torre abolida, el poema deviene spam, deviene una enumeración de malestares en el pináculo de lo irracional.
Plexo es la celebración de un universo desorbitado, señales al pasado y al futuro, en los contornos de una plenitud: vida y muerte, amor y recuerdo, locura y enunciación, desamparo y humor. Comienza una reflexión que se enlaza de la literatura al mundo del arte, comienza un tráfico liberador, ensaya una retórica de sumas repetitivas que abundan en el vacío.
Bonzo es mi libro favorito, el gesto es el de un suicida y poseso, como lo indica el título. Abandona una personalidad para asumirse la indigestión del mundo, un trance, el andamio que a cada nueva altura amenaza con tambalearse. Mucho debe esa liberación a su oficio como traductor de Linh Dinh, Juliana Spahr y Bob Flanagan. Pero hay especialmente una autoagresión, olvidar la apacible dicción de sus libros anteriores, desmontar el reloj y armar con él una bomba. El país no estaba para menos, quién podría asegurar que la vocación agresiva de los poemas no era otra que la repulsa de los años terribles (que siguen igual de terribles) de la Guerra contra el Narco. Montó Arenas movedizas y la palabra ángel de forma performática en Berlín. La desolación vestida de Caracortada. En ese sentido, Grandes atletas negros es un instructivo de piezas breves para jugar a ser civilizado, ancladas en el sinsentido, para disolver la lógica, martillos de emergencia para salvarse de este accidente a pique llamado mundo. Justamente “A martillazos puede saberse lo que sea” es uno de sus poemas no poemas más logrados, en la oscura porción en la que ya no se puede decir nada, se puede decir lo que no puede decirse. Pura claridad. Iluminación.
Los últimos dos libros de Luis Alberto corren en sentidos opuestos: Destino manifiesto, publicado en 2016, sigue con esa veta de Bonzo; en cambio Contranatura, de 2015, sigue la línea más clásica de sus primeros libros. Contranatura es un bestiario y es un divertimento, a medio camino entre la erudición y la charlatanería. ¿Hay cumbre más alta para un poeta? La hechura es exquisita, la precisión, el ritmo. Referencias pías, umbrosas afirmaciones con las que el cronista sabe pender de rama en rama al desocupado lector.
Sergio Ernesto Ríos (Toluca, 1981). Es director de Grafógrafxs, revista de literatura de la Universidad Autónoma del Estado de México, y secretario del Centro Toluqueño de Escritores. Publicó Larga oda a la salvación de Osvaldo (UANL, 2019), en coautoría con Minerva Reynosa; El ganador del primer premio del centro de estudios interplanetarios (Periferia de escribidores forasteros, 2019); máquina portadora de cabezas (edición digital, 2018); Quienquiera que seas (FOEM, 2015); Brazuca (Palacio de la fatalidad, 2015); Obras cumbres (Bongobooks, 2014); La czarigüeya escribe (Editorial Analfabeta, 2014), en coautoría con Diana Garza Islas; Muerte del dandysmo a quemarropa (UANL, 2012), y Mi nombre de guerra es Albión(Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010). Tradujo del portugués copia_de_seguridad_3.1 (Grafógrafxs, 2021), de Érica Zíngano; Una confesión en la boca de la noche, de Danilo Bueno (Grafógrafxs, 2021); Boa sorte, 7 poetas brasileñas(Grafógrafxs, 2020); Bruno Brum a ritmo de aventura, de Bruno Brum (Palacio de la fatalidad, 2017); Droguería de éter y de sombra, de Luís Aranha (Palacio de la Fatalidad, 2014); Oda a Fernando Pessoa (Palacio de la Fatalidad, 2017), Paranoia(Palacio de la Fatalidad, 2013) y Voy a moler tu cerebro (Red de los poetas salvajes, 2010), de Roberto Piva; y la antología de poetas brasileños nacidos en los ochenta Escuela Brasileña de Antropofagia (Kodama Cartonera, 2011). Tradujo del inglés, con Diana Garza Islas, Una noche, senté a Donald J. Trump en mis rodillas/Y otras teorías estéticas del siglo XXI (Oficina Perambulante y Palacio de la Fatalidad, 2017), a partir de un ejercicio de Chris Rodley.
[1] Recuerdo una noche nebulosa de 2008 o 2009 en la que cantamos, en un karaoke, a dúo, para terror de sus enemigos presentes “El jefe de jefes” de Los Tigres del Norte.
[2] Un largo tiempo puso como profesión en sus redes sociales: psicólogo de extraterrestres. Seguro era por nosotros, sus amigos.
[3] Lo conocí en un curso de los Siglos de Oro que impartía David Huerta, en 2001. Mi acendrada misantropía de los veinte años y su precoz (feroz) profesorado sogemista nos hicieron obviar siempre ese primer encuentro. Y asumimos que nos conocimos hasta 2007 con The Clash y Joy Division de fondo, whiskys, dealers, charlas de favelas, licuados de aguacate dulce y peluquerías que frecuentaba en São Paulo.
[4] Corran a leer su ensayo aunque aparezca en un chanchilibro llamado Escribir poesía en México. Protegió a periodistas en su casa, enfrentó a gobernadores, y en todas las tribunas y páginas la barbarie sexenal de FECAL.