ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

El nadador infinito[*]

Socorro Venegas

 

nada, nada podrá ser más amargo
que el mar que llevo dentro, solo y ciego,
el mar antiguo Edipo que me recorre a tientas
desde todos los siglos,
cuando mi sangre aún no era mi sangre,
cuando mi piel crecía en la piel de otro cuerpo
cuando alguien respiraba por mí que aún no nacía. 

Xavier  Villaurrutia

 

Según el matasellos, el sobre tardó apenas una semana en recorrer su camino hasta mí. Adentro venía una foto de una pintura de Álvaro. En el reverso sólo la palabra “Ven”. Miré el lienzo por largos minutos: un mar a la hora del crepúsculo, pequeñas crestas de ola encendidas por un sol que muere. No era en absoluto un convencional paisaje para vender al turismo: en el centro del cuadro un árbol nacía poderoso en aguas muy oscuras. Como si estuvieran contaminadas. 

Y no era cualquier árbol. Una ceiba nacida y crecida entre las aguas, con las ramas altas erguidas. Un árbol endémico y símbolo sagrado en la tierra de aquel amante del pasado. Una isla rodeada de un extraño océano negro. Según las creencias antiguas, la ceiba era un portal y su poder abría trece cielos. 

Mis dedos acariciaron las letras que me invocaban. “Ven”. La caricia la sentí en mí. 

Guardé la foto sin poder siquiera imaginar el viaje. Languidecía en el octavo mes del embarazo y a diario me encontraba con la misma desazón recorriéndome. Dos se gestaban en mí, el niño y la desconocida en que me convertía. Iba al espejo a escudriñarlo. Cada mes algo cambiaba, algo se hacía distinto, algo quedaba atrás. Vivía de incógnita en un cuerpo incierto. 

Conocí a Álvaro años atrás, cuando vino para exponer sus cuadros. El amor duró esos pocos días que estuvo en México. Después nos escribimos, prometí viajar para conocer su isla; él aseguró que volvería: esfuerzos por convertir el mar que nos separaba en un espacio retráctil, como si pudiéramos ajustar su tamaño en beneficio nuestro.

Álvaro dijo una vez que el Caribe no era el mismo en su pueblo. Que allá daba miedo. Recuerdo que sonreí, incrédula. Para mí el Caribe era el de Isla Mujeres o Tulum, una turquesa. Él insistía en que no era igual y me dedicaba la mirada de quien tiene un secreto. 

Ese mar terminó acomodándose entre nosotros. 

Después de la foto, el correo trajo una muestra más palpable del cuadro. Un fragmento del lienzo donde la ceiba irrumpe. A partir de ahí, a intervalos de dos o tres días, fueron llegando más trozos. 

Comencé a preguntarme el porqué de esos envíos. Tal vez yo misma era responsable: había invocado a ese antiguo amante. Dedicaba mi tiempo a añorar la pureza de ser una e indivisible. La libertad tenía aquel rostro moreno y las manos preñadas de mar. Imaginaba paisajes con palmeras, el olor del óleo, el sonido rebosante de las olas. El recuerdo del amor de Álvaro. 

El médico había dicho que podía seguir trabajando, hacer mis actividades normales. Pero después de que en un estornudo fui incapaz de contener la orina, preferí no salir. 

Pensar en Álvaro y en su isla era alejarme de mí, de la casa, de las cursis solicitudes de mi marido... Parecía no cansarse, soportaba los cambios de humor sin perder la sonrisa condescendiente de quien acepta la locura temporal de la mujer preñada. En las noches le daba la espalda para abrazar una almohada larga que ponía también entre mis piernas. Algo más crecía entre nosotros. Una oscuridad. El silencio. 

A veces el nadador en mis entrañas hacía un movimiento que podía ser un delicado ondulamiento o un preciso empellón. Entonces volvía a recordar que juntos éramos una larva, a la espera del momento en que mi habitante me rompería el cuerpo. 

Cuando empecé a encerrarme en la habitación del bebé, mi marido creyó que despertaba de un letargo; ya me había reprochado la indiferencia, el desinterés en preparar ese espacio. Le dije que los paquetes que recibía eran materiales de decoración y le prohibí que entrara. Contento, prometió que no intervendría en mi trabajo creativo. “Sorpréndenos”, dijo. Usaba el plural para referirse a él y la criatura, aunque sabía cuánto me molestaba que hablara así. Ellos tenían una existencia autónoma, ajena a mí. Ya habían traspasado las paredes del útero. 

Hice a un lado la cuna, amontoné los regalos, los juguetes, todo eso. A veces él llamaba a la puerta, intentaba mirar dentro, pero se contentaba con entregarme los nuevos obsequios, que yo botaba donde no estorbaran. “Nos regalaron nuestro primer traje de baño”, “Compramos el esterilizador”... Atajaba su mirada curiosa y casi le arrebataba las cosas de las manos. 

Empecé a armar el rompecabezas marítimo de Álvaro sobre el suelo. Seguí mi instinto, no iba a reproducir la pintura de la foto, quería mi propio paisaje hecho de esas olas negras, apenas tocadas por el sol. Escudriñaba en todas direcciones, tratando de adivinar en dónde irrumpiría la ceiba. 

El correo continuaba trayendo esa marea oscura. No pensé que el cuadro sería tan grande, ya no alcanzaba a adivinar orilla ni límite. Me perdía en altamar, con las piernas doloridas e hinchadas por el peso de la criatura. Toda la luz marina subiendo por las paredes. Necesitaba cada rincón, incluso las ventanas, para cuando llegara la ceiba. Lo mismo le ocurría al bebé, en los últimos días del noveno mes sus movimientos eran menos frecuentes: se quedaba sin espacio. 

Una tarde en que estaba sola, llamé al portero del edificio. Le regalé montones de juguetes y ropa. 

Los envíos de Álvaro cesaron. Nada del árbol sagrado. Tal vez los trece cielos no se abrirían para mí, pero yo había construido las arterias de ese mar, su corazón nuevo y ardiente. Un vaivén me arrullaba. Lograba aliviar la angustia de no pertenecer a ese cuerpo ni a su fruto. Me adormecía con los últimos rayos del sol de la tarde y la brisa tibia que traía aromas salados. 

Salí de la habitación para buscar en internet ese lugar exacto donde un mar limpio es oscuro, necesitaba una explicación de biología marina. Había pospuesto la consulta, pero en verdad quería saber. Vi playas donde hay bancos de mármol negro y por eso el agua parece contaminada, aunque sea pura. Olas anchas que parecen de petróleo, pero están limpias. Satisfecha mi curiosidad, casi en seguida quedé paralizada por una dentellada eléctrica. El dolor me recorría la espalda y me torturaba en las ingles, abría un canal con mil puñales. 

Como un árbol asediado por la tempestad, fui arqueando el cuerpo, recogiendo mi savia, atando mis ramas en un abrazo tembloroso para contenerme. 

El nadador en mi vientre empezó a patear, a abrirse paso con una dolorosa necesidad de aire, de espacio. Peleaba para romper los diques que lo habían contenido sin amor todos esos días. La fuente de su vida estaba rota, llegaba una noche de mármol, mientras por mis muslos escurría un agua que se arremolinaba en olas, oscuras olas.

 

Escrituras sobre escritura

 

La memoria donde ardía, mi libro publicado por Páginas de Espuma, reúne 19 cuentos. Son historias de sobrevivientes, de seres que han sido mutilados porque han perdido algo o a alguien. No escribo desde la herida abierta, prefiero las cicatrices o esos momentos en que se está terminando de atravesar el duelo, cuando ya se puede —como digo en uno de los cuentos— “elegir cómo mirar atrás”. Una de las grandes preguntas que gravita en mi libro es ¿cómo sobrevivir? Cómo se vuelve a esa inocencia indispensable para hacer planes, para diseñar sueños, cuando ya se ha tenido entre los brazos una vida que escapa. 

Alejandro Rossi escribió: “La literatura me ha dado la gramática básica para estar en el mundo”. La literatura es mi posibilidad de acariciar al tigre: parafraseo al poeta Eduardo Lizalde. La literatura es contar la verdad. 

 

* * *

 

Necesito crear. Imagino personajes y destinos desde niña. Construyo historias para protegerme en esa casa grande que se llenó de muerte. Esa desolación del que necesita escapar es la marca de mi escritura. La ficción ha sido mi única salida segura, el espacio donde puedo contemplar las peores cosas como si ya hubieran pasado, y hay tristeza allí, por supuesto, pero también la mirada hermosa de los que sobreviven. Ellos aprenden que destrucción significa transformarse.  

Hay una locura del dolor en mis historias, un canto crepuscular, un deslizarse suavemente por las cicatrices que al mismo tiempo es atroz, porque seguir vivo es una violencia cuando el amado ya no está.

Trabajo de manera muy intuitiva. Muchas veces parto de una imagen, sigo un rastro, escribo y corrijo mucho. Recuerdo siempre el consejo de Ricardo Garibay, un maestro muy querido. Él decía que había que trabajar como los orfebres, con extremo cuidado, atentos a cada detalle y con humildad, de rodillas ante la literatura. Reescribir es podar. Creo que el cuento exige una relación de complicidad con el lector más fuerte que otros géneros. Un cuento deja fuera lo que no es esencial para la historia, y es al lector a quien le toca dibujar esas ramas, poner el follaje: completar la historia.

 

* * *

 

Un buen cuento debe emocionarte. No creo en los textos que sólo apelan a tu lado intelectual, también pueden ser interesantes, pero yo prefiero aquellos que trabajan tanto con la inteligencia como con las emociones. Quiero sentir que un cuento me lleva lejos, que me hace desconfiar de cualquier frontera y me revela que puedo ser destruida por sus palabras. Esas historias que lees y muy tarde te das cuenta de que estás sangrando desde hace un rato.

Un buen cuento reordena el cosmos.

No me importa tanto la narración de lo que se va perdiendo o lo que se pierde de golpe. Estoy en la contemplación de la ausencia. Es la ceniza después del fuego. ¿Eso que queda es aún un ser humano? ¿Ese ser incompleto, el mutilado, quién es? Es también una reflexión sobre la identidad, aquello a lo que somos empujados a convertirnos, y no se trata de transformaciones voluntarias, hay una fatalidad.

En su célebre carta al editor Jonathan Cape, Malcolm Lowry decía que la mejor literatura era la que lograba contar algo nuevo del fuego del infierno. Me siento cerca de esa aspiración febril. La memoria donde ardía es mi travesía al inframundo y mi retorno, y lo que digo es que aún ahí hay belleza, ternura, la posibilidad de un lenguaje.

 

Socorro Venegas. Escritora y editora. Ha publicado el libro de cuentos La memoria donde ardía (Páginas de Espuma, 2019); las novelas Vestido de novia (Tusquets, 2014) y La noche será negra y blanca (Era, 2009); así como los libros de cuentos Todas las islas (UABJO, 2003), La muerte más blanca (ICM, 2000) y La risa de las azucenas (Fondo Editorial Tierra Adentro, 1997 y 2002). Ha recibido el Premio Nacional de Cuento “Benemérito de América”, Premio Nacional de Novela Ópera Prima “Carlos Fuentes” y el Premio al Fomento de la Lectura de la Feria del Libro de León. Escribe la columna Modo Avión en la revista electrónica Literal Magazine. Es directora general de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM. Su Twitter es @SocorroVenegas

 

 

 

[*] Este cuento es parte del libro La memoria donde ardía (Páginas de Espuma, 2019).