ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

El hijo del sol

Daniel Guebel

 

 

En Sinuhé el egipcio, novela cumbre de la literatura universal, Mika Waltari cuenta lo mal que le fue a Amenothep IV cuando decidió reemplazar el culto de Amón y de otras deidades menores por el exclusivo del solar Atón, y de paso cambió su propio nombre por Akenaton. Históricamente, el paso de una constelación de dioses a un dios único ha sido considerado un gran salto para la humanidad. Por ese motivo, en lugar de Jonathan, sus padres llamaron Jonathon a su primogénito: Jonathon Keats. El apellido evoca a un minúsculo y beodo poeta inglés que escribía poemas a las urnas griegas. También deberíamos tener presente que Jonathan deriva de Jonás, el profeta de Yahvé que fue arrojado al mar y sobrevivió en el vientre del Leviatán.

A diferencia de los genios que se precian de haberlo sido siempre, Keats empieza su carrera por lo más bajo, ejercitándose como crítico de arte. Son conocidas sus apreciaciones acerca de Jackson Pollock en particular y el expresionismo abstracto en general (“Cagadas de mosca auspiciadas por la CIA”). A nadie le importa eso. Debuta como artista diseñando un ballet coreográfico para abejas, ubicándose en el batallón de los creadores que conciben su obra como gesto intelectual y estiman contingente su realización material, que es fastidiosa y pica. Sigue con un paso en falso: presenta una petición para agregar la “Ley de la identidad” (A=A) al código penal de Berkeley, California, postulando que cualquier ser o ente atrapado en el momento de no ser idéntico a sí mismo recibirá una multa de hasta un décimo de centavo de dólar; el dinero recaudado por tal concepto sería empleado en la adquisición de ejemplares de la Lógica de Aristóteles con destino de anaquel de las bibliotecas públicas. El rechazo de los tribunales no lo desanima. Organiza la primera Exhibición de Arte Intergaláctico, con pinturas producidas a partir de señales detectadas en el radiotelescopio de Arecibo en Puerto Rico; básicamente puntos, chorreaduras, brillos y rayas. Estas obras, que resultan el primer vislumbre de su condición excepcional, son denostadas por el profesor Harold Bloom, que las tiene por el típico ajuste de cuentas del artista primerizo con el precursor fuerte (Pollock). Pero ya nadie puede objetar ni señalar nada ni compararlo con nadie cuando se produce su despegue en medio de un espectacular reguero de actividad: el restaurante fotosintético de luz gourmet para plantas; la creación de una nueva moneda, de carácter inmaterial, libre del chantaje de las reservas de oro y respaldada en positrones y con garantía de una institución de su propiedad, The First Bank of Antimatter; la construcción de una red de estaciones electrónicas para emitir el voto a distancia, con programas de elección de candidatos basados en el juego de la ouija, etc., etc. Liberada su energía inicial, Keats empieza a hincar el diente en lo que resultará una de sus preocupaciones mayores: el modo en que materia y pensamiento ganan forma y sustancia en el tiempo. The longest story ever told, su primer trabajo literario, publicado en el número especial “Infinito” de la revista Opium, consta de nueve palabras, la primera de las cuales es precisamente “tiempo”; las ocho restantes, cubiertas por capas de tinta negra de creciente grosor y dilución programada, irán revelándose a razón de una por siglo.

Su siguiente trabajo, Speculations, combina la teoría física de las cuerdas (que agrega la existencia de seis o diez dimensiones espaciales a las tres que conocemos) con un escrito legal dirigido al departamento de arquitectura y urbanismo, solicitando la liberación del espacio aéreo para instalar casas cuatridimensionales o hipercubos diseñadas por él y puestas a la venta en su oficina de bienes raíces instalada en la galería Modernism de San Francisco. Durante el primer día se colocaron 172 lotes a precio de ganga: al aspecto fantástico de la invención, a la multiplicación imaginaria de objetos ideales, Jonathon Keats agrega el rasgo mercantil típico del espíritu protestante americano; esa combinación encuentra nueva forma en su siguiente proyecto, para el que monta la empresa SpaceTime Industries. Resumiendo, propone que si el espacio-tiempo que transita el universo se halla toqueteado por la fuerza de gravedad, su deformación o dilatación o arrugamiento se hará más perceptible cuanto mayor masa posea el planeta en que se realizan las mediciones, por lo que el tiempo transcurrirá más rápido en la Luna que en Venus, más en Venus que en la Tierra, más en la Tierra que en Júpiter, y así crecientemente. Para aprovecharlo mejor, Keats no sugiere la consecuencia lógica, nuestro traslado a megaestrellas de probado gigantismo, sino que ofrece la fabricación de ciudades flotantes giratorias e interconectadas que permitirían suspender el tiempo o hibernar en el tiempo hasta que los accionistas de su proyecto, a largo plazo y por la mera vía de la duración, recuperen el dinero invertido. Para mayor garantía, SpaceTime Industries los invita a desprenderse de la discreta suma de 29,99 dólares, convirtiéndose en propietarios de un “lingote de tiempo” fabricado con una aleación de alta densidad que lo dilataría en su entorno inmediato —ya sea el bolsillo reforzado del pantalón del caballero, la cartera de hierro de la dama o la mesa de luz conyugal de titanio—, en una relación de un segundo cada mil millones de años.

Desde luego, a semejante escala la oferta de tiempo parece escasa y desdeñable el valor de la adquisición, pero el asunto comienza a volverse interesante para el inventor del proyecto urbano celestial apenas calculamos que una hora ganada mediante la compra de 3,600 lingotes supone un gasto de 107.964 dólares. Un día de sobrevida costaría 2.597.736 de la misma moneda, y para un año añadido (con sus dichas y pesares, con sus tedios y sus vueltas de perro) resultaría un bruto de 948.173.640 millones, cifra que recibiría un interesante descuento en concepto de compensación por los costos fijos de traslado, conservación y almacenamiento de lingotes. Pero aun así, digamos, con una rebaja del 30 % (U$S 284.452.092), ese año extraído a la muerte costaría U$S 663.721.548, y si alguien deseara extender su duración por un siglo debería sumar dos ceros más a esa cifra. Pero, ¿y la inmortalidad? ¿Existe siquiera un multipluripolibillonario capaz de comprarla? No sólo es imposible concebir una cifra en expansión constante, ni siquiera existen, técnicamente, las máquinas capaces de producir la cantidad de billetes necesarios para alcanzarla, para no hablar de la materia prima imprescindible para hacerlos y el espacio para guardarlos. (Según los cálculos de Ramakant Janata y Sheldon Cooper, la superficie cubierta por los paquetes de papel billete necesarios para adquirir apenas ochenta y cuatro millones de años, si se los dispusiera en pilas de cien mil metros de altura, superaría la extensión del continente asiático; claro que antes de que semejantes torres terminaran de erigirse, su peso bruto desviaría la órbita del planeta, derivando en consecuencias dignas de ser estimadas por la astrofísica).

Keats está seguro de que el vector de la vida sin término se alcanzará apenas él ponga en relación tecnología y dinero: una vez que la vanguardia de plutócratas con visión de futuro invierta en su producto, la investigación científica hará el resto y precios y costos se reducirán. Un aviso de SpaceTime Industries lo adelanta: “Se avecina el manejo del tiempo en todo el cosmos, con colocación privilegiada de estrellas de neutrones y singularidades desnudas. Compre sus acciones ya”.

Con lo que logró hasta el momento, Keats se ha ganado un lugar en la historia de las utilizaciones del pensamiento. Pero él es más y menos que un pensador; es también un artista. Y, como todo artista, crea su obra y luego empieza a ser esculpido por ella. Además, superada la barrera de los treinta años, las primeras declinaciones físicas, un contraste sentimental y la percepción de la propia mortalidad se combinan en su mente con los paisajes del cosmos. En el contacto con las estrellas no puede evitarse el contagio de su luz, el negro efecto majestuoso de los espacios vacíos. Ese roce provoca un ingreso constante y lento al núcleo incandescente de su obra. El punto inicial comienza con la construcción de un templo dedicado al culto de la ciencia, cuyos vitrales reproducen los patrones creados por la radiación natural de fondo dejada por el big bang. Keats busca conciliar los opuestos —fe y saber— y hacerlos operar en nueva síntesis. De hecho, bautiza a su templo como Atheon. La introducción de la vocal “e” en la parte final de su nombre, la división de la sílaba, al mismo tiempo induce a pensar en el dios sol egipcio y a descreer de toda divinidad. Pero vivir sin Dios es difícil, quien lo hace no corteja la eternidad sino el fin. Y Keats es un creador que quiere durar él y hacer durar el todo, no sólo como objeto inerte (rocas, gases, polvo y espanto), sino como conciencia de sí. Eso explica “Brainstorm”, uno de sus proyectos más radicales.

De acuerdo con la legislación internacional vigente, los derechos de autor pertenecen al titular y luego a sus herederos hasta setenta años después de su muerte, cuando se convierten en propiedad pública. Amparándose en el cogito ergo sum cartesiano, Keats prorroga por siete décadas su sobrevivencia ofreciendo la comercialización póstuma de los derechos de autor sobre su cerebro y sus producciones. Alega que se trata de una obra de su propia creación, de la que es responsable sinapsis a sinapsis y neurona a neurona. El antecedente no muy secreto de su proyecto es Einstein, que donó el suyo a la ciencia para que fuera cortajeado en fetas y repartido entre neurólogos, en un remedo de las operaciones que la antigüedad empleaba para pesar y medir el alma. Algo más materialista, Keats sólo ofrece entregar post mortem sus neuronas en buen estado a cambio de sumas del valor de su producto colocado en la Bolsa de Nueva York y vendido como paquetes de acciones, a 1,000 dólares por cada millón de neuronas.[1] La idea es extraordinaria, porque, además de la evidente ganancia, propone una forma de duración personal-intelectual de matriz evangélica que exalta su cerebro como un bien a difundir sin mengua, como el espíritu y la carne de Cristo permanecen sin degradarse en la hostia.

La venta de derechos a futuro fue un éxito y algunos de los adquirentes resultaron empresas de punta del Sillicon Valley, lo que al empresario-inventor le ofreció el respiro económico y anímico suficiente para pasar a su siguiente proyecto: en el curso de un sínodo científico realizado en El Atheón, anuncia la fabricación de dispositivos —gadgets— económicos y prácticos para crear universos. El valor del producto no supera los veinte dólares y la materia básica —un frasco de conservas vacío, una pajita de plástico, goma de mascar— opera urdiendo realidades alternativas de un modo que el manual de instrucciones detalla en cinco idiomas (aunque la sintaxis es confusa y se comprobaron errores de traducción al chino moderno). ¿Los dispositivos de Keats intentan reemplazar a Dios? Según críticos de la talla de Hafen Slawkenbergius, la nueva invención es una denuncia tan irónica como feroz del fetichismo contemporáneo, adorador de microuniversos producidos en serie, hechos de la materia del desperdicio y que terminan flotando en medio de los océanos, convertidos en islas de plástico, en la sustancia misma de los deseos vacuos e intercambiables.

Pero eso no deja a un lado el tema —o el problema— de Dios. Keats se encierra en un laboratorio de la Universidad de Berkeley con el zoólogo Marcos Moffet y el genetista Tom Cline, y allí concibe “Divine Taxonomía”, proyecto con el que intenta zanjar el debate entre evolucionistas y creacionistas definiendo para siempre el lugar del llamado Ser Supremo en el árbol filogenético. El comienzo de la investigación parece errático, más cercano a la mística que a la revelación científica: Keats expone a sus colaboradores a la escucha de una cinta grabada con los rezos de las tres principales religiones monoteístas, buscando establecer la existencia de elementos comunes —musicales o fonológicos—, alguna clase de homología entre la estructura del universo y la sintaxis de la fe… Tras doce horas de audición continua, salen en estado confusional. Se ciñen entonces a un punto teórico más productivo: El ADN de Dios, ¿a qué se parece?, ¿con qué especie se corresponde? Si la teoría de los creacionistas es correcta y el hombre fue hecho a su imagen y semejanza, por propiedad transitiva compartirá su composición con el insecto más cercano a la especie. Se trata de la mosca de la fruta (Drosophila melanogaster), cuyos polinucléotidos se corresponden con los nuestros en un 99,99% (la disimilitud del 00,01 explica los diez mil ojos, las antenas, la frotación, la estructura queratinosa y las alas). Por lo tanto, las moscas deberían considerarse sagradas, mosquiteros y matamoscas y pesticidas serían proscriptos de las ferreterías, y el consumo de fruta agusanada tendría que tomarse por prueba de fe, ya que contiene in nuce Sus Formas autorreplicadas. Si, por el contrario, Dios nació y se desarrolló mientras creaba el universo y los cielos y la tierra y su biósfera, es decir, si es un ser como cualquier otro, en proceso evolutivo darwinista, entonces estará hecho —básicamente— de cianobacterias, los organismos unicelulares más antiguos de nuestro planeta, y los primeros capaces de realizar fotosíntesis oxigénica[2].

En este punto, aunque las investigaciones todavía no aportan elementos concluyentes, Keats y su equipo ya recibieron la severa crítica de una eminencia religiosa. “Si Dios es un bicho que ni ver puedo, ¿cuando camino lo estoy pisando, cuando suspiro lo estoy exhalando, cuando me siento lo estoy aplastando, cuando voy al excusado lo estoy orinando?”, se pregunta Nasrallah Sfeir de Reyfoun, filósofo y teólogo y patriarca de la Iglesia de Antioquía.

El sagrado temor de matar a Dios —mucho más hondo que el miedo de que no exista— expresa la sospecha que anida en todo espíritu religioso: que en el fondo fue un error que decidiéramos quedarnos con una sola deidad, y sin ser superior de recambio. En la antigüedad los dioses aparecían y morían o eran olvidados; se los podía suplir, traicionar o vender. Siendo funciones más que entidades, se adaptaban mejor a la psique humana. La ficción monoteísta nos arroja a la inquietante posibilidad de perderlo completamente. En definitiva: la idea de un creador único propone al Dios del vacío. Una vez que lo construye todopoderoso, lo desmaterializa y aleja de nosotros; en plena proliferación de sus atributos le achaca la decisión de no ejercerlos. Y en esa duplicidad angustiosa le descubre su mayor riqueza: Dios inventa el universo, pero se abstiene de controlar su rumbo para darnos la posibilidad de optar. Pero el libre albedrío es sólo una máscara del más férreo de los determinismos, porque a) nos adecuamos a Su Plan y ganamos el Paraíso, b) nos oponemos y somos condenados. En ambos casos, la elección no resuelve el problema de las visibles imperfecciones de lo creado, que no pueden sernos atribuidas. Para subsanar ese problema lógico, los gnósticos orientales atribuyeron la existencia de nuestro universo a los débiles talentos de una emanación vertiginosamente degradada y bizarra de ese Primer Principio, consustancial con este, pero carente casi por completo de sus poderes.

Naturalmente, en su carácter de filósofo experimental, Jonathon Keats no se dejó engañar por tales razonamientos. Demasiado dúctil para místico, demasiado indócil para científico, ha decidido pensarlo todo de nuevo. Ya emprenda esa nueva causa como una refundación de la teología, ya como comerciante de cianobacterias, moscas de la fruta o estampitas religiosas, la tarea en la que está empeñado lo convierte en un genio a escala única en la historia de la humanidad.[3]

 

Daniel Guebel (Buenos Aires, Argentina, 1956). Escritor y periodista. Es autor de más de veinte libros; los más recientes son: La carne de Evita (Mondadori, 2012), El absoluto (Random House, 2017) y Un crimen japonés (Random House, 2022).

 

 

[1] En promedio, el cerebro humano posee 140 billones de neuronas. Colocado el paquete accionario en su totalidad, Keats obtuvo 140 millones de dólares. Es de subrayar la modestia del inventor, que en ningún momento presumió de poseer más neuronas-capitalizables y disponibles para su venta que el resto de los mortales, y ni siquiera planteó cláusulas de ganancia porcentual por reventas a futuro.

[2] En 2012, Keats abrió una “Academia de Ciencias Microbiana”. A la primera solicitud, su academia surtiría a precios convenientes colonias de cianobacterias que realizarían investigaciones astrofísicas con las imágenes provenientes del telescopio espacial Hubble. Recurriendo a la misma teoría simpática —u homeopática— empleada para dilucidar la materia de Dios, Keats explicó que las cianobacterias, al carecer de la complejidad propia de nuestro cerebro, están mejor preparadas para comprender las leyes fundamentales de la física y la simplicidad esencial del universo.

[3] Tal vez habría que suavizar el énfasis de esta última afirmación, que posee un carácter al mismo tiempo incomprobable y regresivo. Lo hecho por Keats es admirable y provocador, pero, ¿a escala única? Sin duda, su última apuesta es un desafío notable: la proyección de pornografía interestelar emitida desde el Gran Colisionador de Hadrones para excitar a Dios y despertarlo de una siesta creativa de 13.800 millones de años mediante el envío a los reinos celestiales de quarks-gluon plasma —QGP— o “caldo de quarks” a través de su computadora portátil. Keats afirma que el universo no ha hecho otra cosa que expandirse desde su momento inicial y que esa expansión se está acelerando tanto que —medido en algunos miles de millones de años— el universo corre el riesgo de despedazarse o convertirse, con la pequeña ayuda de sus amigos, la energía oscura y la fuerza gravitacional de los agujeros negros supermasivos, en una materia fría y amorfa y sin vida alguna. En ese sentido, la proyección de su porno-obra-despertador serviría para que un dios recién levantado y erecto medite acerca de la posibilidad de organizarlo todo de nuevo o incluso de concebir futuros universos con mejores perspectivas de duración que este. No es ocioso mencionar también que el diseño de su plan salvacionista incluye la presencia de lámparas votivas, incienso, velas y hasta de algún cuadrúpedo sacrificable, elementos capaces de generar la simpatía divina por su alusión a los antiguos y bellos rituales religiosos. Ahora bien, volviendo a la adversación y el interrogante, ¿un genio único? Es cierto que el propósito de Keats se ajusta al último grito de la moda científica, con toda su parafernalia de bichitos microscópicos y subatómicos, pero desde el punto de vista de la evolución y desarrollo de la humanidad, desde un punto de vista escatológico, supone una remisión o retroceso respecto del concebido a principios del siglo XX por el extraordinario compositor y teósofo Alexander Scriabin, quien evitó el apocalipsis cósmico enviando su obra musical Mysterium hacia las galaxias mediante los recursos técnicos que le permitía la época. En términos de precedencias en la genialidad, podríamos decir que Alexander Scriabin fue mucho más lejos que Jonathon Keats al prescindir de la figura de Dios como creador del universo e intermediario frente al universo, y divinizó al hombre al operar directamente sobre esa materia y ese vacío. (Para mayor información sobre el tema, los lectores pueden consultar mi novela El absoluto).