ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

El sombrero rojo

Morley Callaghan

 

 

Era el tipo de sombrero que Frances llevaba deseando por meses: rojo, sencillo y pequeño, de ala angosta, ligeramente curva hacia adentro, que se vería tan elegante, simple y costoso. En realidad no era la gran cosa. Era tan sencillo, pero era el tipo de sombrero de fieltro que la hubiera hecho sentirse impecable. Se detuvo en la acera, con la cara casi pegada a la ventana de la tienda, una chica simpática, delgada, alta, con un vestido rojo de lana ajustado al cuerpo. Las últimas tres noches, al salir del trabajo, se había detenido a mirar el sombrero, y cuando llegaba a casa le decía a la señora Foley, que vivía en el departamento de al lado, cuánto le gustaba el pequeño sombrero. En el mostrador había varios sombreros elegantes, todos muy costosos. Pero sólo había un sombrero rojo de fieltro, sobre la cabeza de un maniquí de cara plateada y labios muy rojos.

Era el tipo de sombrero que Frances llevaba deseando por meses: rojo, sencillo y pequeño, de ala angosta, ligeramente curva hacia adentro, que se vería tan elegante, simple y costoso. En realidad no era la gran cosa. Era tan sencillo, pero era el tipo de sombrero de fieltro que la hubiera hecho sentirse impecable. Se detuvo en la acera, con la cara casi pegada a la ventana de la tienda, una chica simpática, delgada, alta, con un vestido rojo de lana ajustado al cuerpo. Las últimas tres noches, al salir del trabajo, se había detenido a mirar el sombrero, y cuando llegaba a casa le decía a la señora Foley, que vivía en el departamento de al lado, cuánto le gustaba el pequeño sombrero. En el mostrador había varios sombreros elegantes, todos muy costosos. Pero sólo había un sombrero rojo de fieltro, sobre la cabeza de un maniquí de cara plateada y labios muy rojos.

Aunque Frances permanecía frente a la ventana durante mucho tiempo, no tenía intenciones de comprar el sombrero, porque su marido estaba desempleado y no tenían forma de pagarlo. Esperaba que su marido consiguiera pronto un trabajo decente, y así comprarse ropa para ella. No era que su aspecto diera lástima, pero el clima de otoño era algo frío, y un viento afilado soplaba con ímpetu de vez en cuando por la avenida. En las primeras horas de la tarde, cuando el sol resplandecía, se veía abrigada y pulcra con su vestido de lana, pero al anochecer, en el camino del trabajo a la casa, sentía que debía llevar cuando menos un abrigo ligero.

Aunque debía seguir su camino a casa, Frances no podía resistirse a pararse allí, pensando que se vería hermosa con ese sombrero si fuera a salir con Eric al caer la tarde. Ya que había estado tan irritable e insatisfecho últimamente, Frances pensaba ahora que lo complacería si usaba algo que le diera un nuevo toque de elegancia, que se pondría de buen humor, que se sentiría orgulloso de ella y que estaría contento, en últimas, de que estuvieran casados.

Pero el sombrero costaba quince dólares. Tenía dieciocho dólares en su cartera, todo lo que le quedaba del sueldo después de hacer las compras para la semana. Era ridículo que se parara allí a mirar aquel sombrero, obviamente muy costoso para su situación, así que sonrió y se alejó, con las manos en los pequeños bolsillos del vestido. Caminó despacio, echando un vistazo a las dos mujeres que permanecían en el otro extremo del mostrador. La más joven, que usaba un abrigo de terciopelo con piel de ardilla, le dijo a la otra: “Entremos, vamos a probarnos algunos”. Con algo de duda y casi dando media vuelta, Frances pensó que sería bastante inocente y divertido si también ella entrara a la tienda y se probara el sombrero rojo, sólo para ver si se le vería tan bien como a la cabeza del maniquí. Nunca se le pasó por la cabeza comprarlo.

Dentro de la tienda, caminó sobre una alfombra gris, suave y gruesa, hasta la silla que estaba cerca de la ventana, donde se sentó sola por algunos minutos, mientras esperaba a una de las vendedoras. En uno de los espejos se veía a una señora mayor, de cabello teñido, atareada con muchos sombreros y hablando con una vendedora respetuosa y paciente. Al mirar la figura dominante de la mujer del cabello teñido y su traje costoso, Frances se sintió avergonzada, porque pensó que, por la expresión de su cara, debía de ser evidente para todos en la tienda que ella no tenía intenciones de comprar nada.

Una vendedora de pechos abultados y traje de seda negro le sonrió mientras la valoraba detalladamente. Frances era el tipo de clienta a la que le quedaría bien cualquiera de los sombreros. Al mismo tiempo, mientras la miraba, la vendedora se preguntó por qué no estaba usando un abrigo, o al menos cargaba uno, pues las noches eran en general frías.

—Quería probarme el sombrero pequeñito, el rojo que está en el mostrador —dijo Frances.

En ese momento, la vendedora ya había decidido que Frances sólo quería divertirse probándose los sombreros. Así que cuando tomó el sombrero del mostrador y se lo entregó, sonrió cortésmente y la miró acomodarse el sombrero en la cabeza. Frances se lo probó y se acomodó un mechón de cabello claro hasta que estuvo ondulado junto al borde del sombrero. Y después, dado que estaba encantada al advertir que se veía tan atractivo en ella como en la cabeza del maniquí con la cara plateada, sonrió contenta al ver en el espejo que su propia cara tenía la forma de la cara del maniquí, un poco alargada y estrecha, la nariz firme y delicada, así que sacó su lápiz labial y se repasó los labios. Al verse de nuevo en el espejo, se sintió extasiada y le pareció que experimentaba algún tipo de libertad. Se sentía refinada e incluso arrogante. Entonces vio la imagen de la vendedora amable y de pechos abultados.

—Es bonito, ¿no? —dijo Frances, y en ese momento deseó no haber entrado nunca a la tienda.

—Le viene maravilloso, especialmente a usted.

—Supongo que podría cambiarlo si a mi marido no le gusta —respondió de repente.

—Por supuesto.

—Entonces lo llevaré.

Incluso mientras pagaba el sombrero y se aseguraba a sí misma que sería divertido llevarse el sombrero a casa por una noche, tuvo la sensación de que debía haber sabido que cuando puso un pie en la tienda era porque tenía intenciones de comprarlo. La vendedora sonreía. Frances, ya sin ninguna vergüenza, estaba feliz de pensar en salir con Eric y usar el sombrero, con la etiqueta del precio escondida entre el cabello. En la mañana podría devolverlo.

Pero al tiempo que salía de la tienda, se iba formando la esperanza de que Eric la encontrara tan encantadora con el sombrero rojo, que él mismo insistiera para que se lo quedara. Quería que él se fijara en ella con un interés renovado, que apreciara el sombrero, que descubriera su comedida elegancia. Y cuando salieran juntos al caer la tarde, ambos compartirían el sentimiento que ella había tenido cuando se miró en el espejo de la tienda por primera vez. Llevando la caja, impaciente, Frances se apresuró por llegar a casa. El viento afilado había disminuido. Cuando no había viento en las noches de otoño, no hacía frío, y no tenía necesidad de utilizar un abrigo con su vestido de lana. Ahora empezaba a oscurecer y todas las calles ya estaban iluminadas.

Las escaleras del edificio eran largas y algunas veces se hacían inacabables, pero cuando abrió la puerta respiraba sin ninguna dificultad. Su marido estaba sentado junto a una lámpara de mesa, leyendo el periódico. Tenía el cabello negro y la nariz bien formada, y parecía completamente sin energía, desplomado como estaba en el sillón. Un ligero olor a whisky provenía de él. Llevaba cuatro meses desempleado, y una parte de su espíritu ya lo había abandonado, como si sintiera que nunca más tendría independencia. Buena parte de la tarde había estado caminando por los teatros, hablando con otros actores también desempleados como él.

 —¡Hola, Eric querido! —dijo ella y le dio un beso en la cabeza.

—Hola, Frances.

—Salgamos a comer más tarde.

—¿Con qué?

—Dinero, muchachón. Así sea algo que valga un par de dólares.

Él a duras penas la había mirado. Ella fue a la habitación, sacó el sombrero de la caja, se lo ajustó a la cabeza en el ángulo correcto, se empolvó la nariz y sonrió entusiasmada. Caminó hacia la sala con energía, balanceando ligeramente las caderas y tratando de no sonreír de manera muy evidente.

—Échale un vistazo a este sombrero, Eric. ¿Qué dices de salir conmigo?

Con una sonrisa, él respondió: “Te ves elegante, pero no tienes con qué comprar un sombrero”.

—Eso no importa. ¿Cómo te parece?

—¿De qué sirve si no te lo puedes quedar?

—¿Alguna vez viste que algo me quedara tan bien?

—¿Era día de descuentos?

—¿Descuentos? ¡Quince dólares en una de las mejores tiendas!

—¿Y a ti se te da por estar viendo sombreros de quince dólares cuando yo ni siquiera tengo trabajo? —le preguntó enojado, levantándose y mirándola fijamente.

—Pues sí.

—Pues es tu dinero. Haz lo que mejor te parezca.

A Frances le dolió esto último, como si llevara sintiendo por meses una constante presión, y respondió: “Ya lo pagué, pero no significa que no pueda devolverlo si tú insistes”.

—Si yo insisto —replicó, poniéndose en pie muy despacio, con una mueca de desprecio, como si llevara meses guardando odio hacia ella. —Si yo insisto… Cuando sabes cómo me siento al respecto de todo esto.

Aunque a Frances le dolía toda la escena, la indignación le dio fuerza, se encogió de hombros y repitió: “Quería usarlo esta noche”. La cara de Eric estaba pálida y tenía los ojos casi totalmente cerrados. De repente le sujetó una muñeca, que torció hasta que Frances se desplomó sobre las rodillas.

—O devuelves ese sombrero o te rompo hasta el último hueso que tengas… Me largo de aquí.

—Eric, por favor.

—Has estado reteniéndome todo este tiempo, ¿no?

—No, Eric.

—No quiero ver nunca más ese sombrero. Te deshaces de eso o yo me largo de una vez por todas.

Y dicho esto, le arrebató el sombrero de la cabeza con fuerza, lo retorció en sus manos, lo tiró al suelo y lo pateó hasta el otro extremo de la sala.

—Te deshaces del sombrero o todo se acaba.

La indignación de hace un momento había abandonado a Frances. Ahora sólo tenía miedo, de Eric y de que en cualquier momento saliera y ya no regresara más, porque sabía que esa idea no era nueva. Levantó el sombrero y sintió la suavidad del fieltro, casi sin verlo por causa de las lágrimas. El fieltro estaba ajado y en el lugar de la etiqueta del precio sólo había quedado una pequeña marca.

Eric se había sentado a verla.

El sombrero se había arruinado y ya no había posibilidad de devolverlo. Frances lo puso de nuevo en la caja, lo envolvió en el papel de seda, y se dirigió por el pasillo al departamento de la señora Foley.

Era una mujer gorda, de cara redonda y jovial, y le abrió la puerta con una sonrisa, pero al ver que Frances estaba perturbada sintió pena por ella: “Frances, mi niña, ¿qué sucede?”.

—¿Recuerdas el sombrero del que te he hablado? Aquí está, pero no se me ve bien. Me sentí muy decepcionada, me lo quité con fuerza y le hice una pequeña marca. Pensé que tal vez a ti te gustaría.

La señora Foley supo de inmediato que Frances había peleado con su marido. Levantó el sombrero y le dio una mirada penetrante. Luego fue a su habitación y se lo probó. El fieltro era bueno y, aunque había sido maltratado, aún era suave. “Claro que yo nunca doy más que cinco dólares por un sombrero”, dijo. El pequeño sombrero de fieltro no le sentaba bien a su cara redonda.

—Me da pena ofrecerte cinco dólares, Frances, pero…

—No pasa nada. Dámelos.

La señora Foley estaba sacando el dinero de la cartera cuando a Frances se le ocurrió una idea: “Oye, si la próxima semana lo quisiera de vuelta, ¿me lo venderías en los mismos cinco dólares?”.

—Sí, mi niña.

Frances volvió corriendo al apartamento. Aunque sabía que no era posible que Eric hubiera salido mientras ella estaba en el pasillo, pensaba: “Dios mío, por favor no dejes que haga nada para causar que Eric se vaya mientras las cosas estén así”.

Eric, de brazos cruzados, miraba por la ventana. Junto a él había una pequeña mesa, en la que Frances puso los cinco dólares que le acababa de dar la señora Foley, más los tres que le habían quedado a ella. “Se lo vendí a la señora Foley”, dijo.

—Gracias —respondió él sin verla.

—Me siento mucho mejor así —agregó ella pausada y sinceramente.

—Bien, lo lamento.

—No, no se trata de eso. Sólo no sé por qué piensas que no me siento bien así, es todo.

Sentada junto a él, Frances apoyó el codo sobre la rodilla y pensó en cómo le quedaba el sombrero a la señora Foley: nada bien. Su cara no era para nada como la cara fina y plateada del maniquí. Luego pensó en cuánto le había gustado al verlo en la ventana de la tienda, y entonces deseó que pasara algo, cualquier cosa, que le permitiera recuperar el sombrero al final de la semana de manos de la señora Foley. Y sólo de pensar en ello, sintió la embriaguez de la vanidad. Era un sombrero pequeño, rojo y sencillo, el tipo de sombrero que había deseado por meses, elegante y costoso; un sombrero de fieltro simple pero excepcional.

 

Traducción de Nathaly Bernal Sandoval

 

Morley Callaghan (Toronto, Canadá, 1903-1990). Fue novelista, cuentista y locutor de televisión y radio. Entre sus libros más conocidos se encuentran Strange fugitive (Charles Scribner's Sons, 1928), The loved and the lost (Macmillan, 1951) y That summer in Paris (Coward McCann, 1963). Obtuvo el Premio del Gobernador General (1951), el premio Molson (1970) y el prestigioso premio Royal Bank of Canada en 1970 por su contribución a la vida artística e intelectual de Canadá.

anadá, 1903-1990). Fue novelista, cuentista y locutor de televisión y radio. Entre sus libros más conocidos se encuentran Strange fugitive (Charles Scribner's Sons, 1928), The loved and the lost (Macmillan, 1951) y That summer in Paris (Coward McCann, 1963). Obtuvo el Premio del Gobernador General (1951), el premio Molson (1970) y el prestigioso premio Royal Bank of Canada en 1970 por su contribución a la vida artística e intelectual de Canadá.