Sonetos[*]
Diane Seuss
El soneto, como la pobreza, te enseña lo que puedes hacer
sin. Tener, como dice mi madre, un deseo en una mano
y mierda en la otra. Esa fue su respuesta cuando le dije que deseaba
una cámara instantánea y un padre. Un deseo en una mano, me dijo,
mierda en la otra. Aún lo repite. Cuando me dice
que ojalá yo estuviera ahí para probar su sopa de frijol,
se responde sola. Un deseo en una mano, dice, mierda en la otra.
La pobreza, como la poesía, es buena maestra. De las que golpean tus
nudillos con una vara, pero no de las que arrojan un diccionario
que atraviesa el salón y te golpea el cerebro con todas las palabras
que alguna vez existieron. Los padres enterrados en sus cajas
siguen siendo padres, dice la maestra. Hacer sin los. Hacer sin y.
Sin hot dogs con tus frijoles. Un soneto es una madre. Cada palabra,
un dólar reluciente. Mierda en una mano, dice. Un deseo en la otra.
Me llamó de San Francisco, yo amamantaba al bebé, me dijo
tengo una lesión en mi pantorrilla, parece una quemadura
de cigarro, esto fue en los primeros días de la plaga, no había
cocteles, las avispas asolaban el sótano donde vivía, su nido estaba
en el ventilador del baño, luego vinieron hormigas rojas
que nos mordían, un sótano no es lugar para un bebé,
cuando recuerdo esa parte, pienso en papas pequeñas,
estaba amamantando otra vez cuando el cohete Challenger explotó,
dicen que los astronautas estaban vivos hasta que la cabina
tocó el agua, con los ojos abiertos mientras se desplomaban,
uno pensaría que mi leche era abundante, pero no, y sin embargo
soy un animal, luego vino la neuropatía en sus pies,
comenzó a renguear, él, que había ganado un torneo de tenis,
tres figuras vestidas de negro aparecieron al pie de su cama
y luego se quedó ciego, pensó que la solución serían unos lentes
baratos para leer, perdió la cabeza, luego su cuerpo se llenó
de agua salada, aunque había nacido en un lugar de agua dulce,
río, riachuelo, lago sucio, salamandras en los pozos caseros,
sus padres eran pobres, pero habían conseguido una alberca
de segunda mano, ahí, detrás del puesto de frutas.
Soñé un color, sin trama, un color, extraño, antes vendían
unos zapatos llamados guindas, su color semejaba sangre de buey,
zapatitos de bebé, aunque no exactamente, tampoco hígado
de ternera, aunque sí se parecía más al hígado que al corazón,
no era como el pelo guinda de esa niña, ni caoba, puto color caoba,
una vez me caí mientras caminaba sobre las rocas que había
alrededor de un lago de jade, el corte fue pequeño pero profundo y
doloroso, mi sangre, magenta rodeada de algo color anticongelante,
un verde-amarillo impensable, bioluminiscente, aunque no como
las luciérnagas, putas luciérnagas que se acercan al índigo falso
de los relojes baratos que brillan en la oscuridad, quizá cierto
manojo de gladiolas que Mikel me mandó al departamento, él,
que había abierto mi frasco de miel y lamido todo con su lengua,
qué puto asco, qué rabia, el color era una mezcla de gladiolas,
miel, lengua, furia y Mikel, que lleva tanto tiempo muerto, la lesión
del sarcoma de Kaposi en su pulgar.
La muerte no existe en la poesía. Un verso puede disolverse
en la pausa que sigue a su corte, pero eso no es morir.
En los poemas no hay sonidos de asfixia, no hay olor a sangre.
Puedo describir los sonidos, los olores, pero las descripciones son,
de hecho, escondites. No hay nobleza en las descripciones.
¿Hay nobleza en los poemas? Ojalá no. La nobleza es otro lugar
donde esconderse. “A través de esta legión de realidades sentidas
despreciadas de mala reputación”, escribió Alan en un poema.
Espero que esté bien que te haya citado, Alan. Es un poema
sobre la incomodidad del amor, pero Alan estaría de acuerdo,
no hay amor en los poemas. No hay amor en un hongo,
en un vestido de novia hecho a mano. No hay muerte
en un pañuelo para funerales que tiene bordado “Procura
no usarlo”. Miré una lombriz y pensé que era un ángel.
Miré un ángel y pensé que era una tormenta. Lo que está mal
en la mente está mal en el poema. Es difícil que el niño que reparte
periódicos siga siendo niño. Se la pasa transformándose
en una niña que le lleva pescado a su abuela en una bolsa,
la abuela en realidad es un lobo vestido de abuela que canta un
pasaje de Ulises: “Así se mantuvieron los dos por un rato, abatidos,
acompañándose en su pena”.
Mis tetas están llenas de moretones, como si hubiera cogido
con un amante brusco, pero no lo he hecho, hoy no, una vez
fui suave con alguien y me di cuenta de que odio ser suave,
compré una pera dura y roja, tan dura como para aporrear
un crucifijo con un clavo, y dejé la pera dura, quiero decir tan dura
como un pito, sobre el alféizar rojo, la abandoné a su putrefacción
solitaria, hasta que empezó a exudar ese almizcle conocido,
como si me dijera cómeme, o lo cantara con voz de soprano,
pero mientras más deseaba que mis dientes se hundieran
en su pellejo, más lo evitaba, le había perdido todo el respeto,
como en ese poema en el que las ciruelas pudriéndose son prueba
de que la eternidad es ilógica, obviamente es ilógica, y cuando por fin
me había decidido a lanzarme, la pobre estaba infestada de moscas,
era mi culpa, desde luego, pero culpé a la pera, culpemos todos
a la pera, esto no es una metáfora, sino una fábula cuya moraleja
ha existido por los siglos de los siglos: me preocupan estos moretones,
¿quién va a abrazarme cuando muera?
Traducción de Rodrigo Círigo
Diane Seuss (Michigan City, 1956). Poeta y crítica literaria estadounidense. Ha dado clases en Kalamazoo College, Colorado College, la Universidad de Michigan y la Universidad de Washington, en St. Louis. Ha publicado cinco libros de poesía, entre los que destacan Four-Legged Girl (2015) y Still Life with Two Dead Peacocks and a Girl (2018). Su libro frank: sonnets ganó algunos de los más prestigiosos premios literarios en Estados Unidos, como el Premio PEN/Voelcker, el Premio de Poesía del National Book Critics Circle y el Premio Pulitzer.
[*] Estos poemas forman parte del libro frank: sonnets (Greywoolf Press, 2022).