Sudamerican Rockers, Los Prisioneros
en el Estadio Nacional 2001
Johanna Watson
En 2001 los medios anunciaban el gran evento de la década: Los Prisioneros, banda sanmiguelina que nos había hecho bailar, cantar y pensar en los años ochenta y noventa, volverían a tocar en vivo luego de diez años de separación. Aquello se materializaría con un gran show en el Estadio Nacional, el 1 de diciembre de ese mismo año.
Apenas lo supe, no lo dudé. Tenía que estar ahí. Mi admiración por la banda y su líder, Jorge González, ameritaba hacer todo lo posible por jugármela y ser parte de ese momento histórico. Los que fuimos adolescentes en los noventa y vivimos la escasez de los conciertos del trío lamentamos no tener la oportunidad que generaciones anteriores tuvieron: presenciar los shows en vivo de la banda. Había llegado el momento de concretar el sueño noventero.
El interés masivo por el evento era tal que comprar rápidamente la bendita entrada se convirtió en urgencia. Pero además con gran esfuerzo, ya que era estudiante universitaria y vivía sola, por lo que no contaba con muchos recursos. Aun así, lo logré, conseguí el ticket con destino a la felicidad. La ubicación: Cancha general. Tuve la entrada en mis manos con más de un mes de anticipación y sin tener acompañante, pero el concierto era tan apetecido por todos que no faltaría con quien ir.
En esa época estudiaba tercer año de Publicidad en el Instituto Duoc UC, en la Sede de Comunicaciones de San Carlos de Apoquindo, y tenía una amistad e incipiente romance con Gonzalo, un chico que estudiaba Comunicación Audiovisual. Durante ese mes, conversando con él sobre el concierto de Los Prisioneros, se entusiasmó y me aseguró que pronto compraría su entrada. Eso significaba, además, otro avance para mí: ya tenía acompañante y todo comenzaba a tomar forma.
Pasaron las semanas, los días, las horas; el concierto se acercaba y Gonzalo aún no conseguía su ticket. Ya en la recta final me impacienté y empecé a preguntarle cómo iba con su tema. Siempre tenía respuestas que me dejaban medianamente tranquila, pero volvía a la incertidumbre porque no concretaba la compra. El día anterior al evento me dijo que la conseguiría esa misma tarde, por lo que nos pusimos de acuerdo para almorzar juntos al día siguiente y salir con tiempo al estadio. En esa época aún no existía la Cancha Vip (sector delantero de la cancha que, por estar más cerca del escenario, las productoras separaron con nuevo nombre y costo adicional), entonces, estar adelante en un show tenía relación con tu amor por el grupo, pero además con lo temprano que habías llegado y lo dispuesto que estabas a aperrar entre la multitud para ver lo mejor posible.
Estaba superilusionada con el momento. Había llegado el esperado día. El punto de encuentro con Gonzalo sería en casa de mi abuela, que en esa época vivía en el centro, cerca del cerro Santa Lucía. La hora avanzaba y de mi amigo no había señal. Se hacía tarde. La idea era irnos con tiempo, tomar algo, entrar temprano al estadio y conseguir una buena ubicación.
Recibí un llamado. Era él, me decía que había tenido un problema y que aún no conseguía su ticket. Emputecida, le dije que se apurara, que esto debía haberlo solucionado antes. Como no estuvo a la hora acordada, almorcé sola.
Finalmente, llegó a buscarme, pero tenía un problema: la entrada aún no estaba en sus manos. Lo puteé y odié infinitamente. No entendía qué hacía conmigo si aún tenía que ir por el ticket. Mientras lo esperaba, a regañadientes, le hice un sándwich con el pollo de la cazuela, que no se comió.
Ya solucionado el problema y con Gonzalo de vuelta, pensé que todo iría bien, pero la historia recién comenzaba. Eran las seis de la tarde aproximadamente y dimos por iniciada la caminata desde la pequeña y bella calle Guayaquil, en la comuna de Santiago, frente a la feria artesanal Santa Lucía.
El siguiente paso fue conseguir marihuana, lo que por suerte logramos rápidamente. Sólo fue cosa de acercarnos al primer artesano hippiento de la feria para que nos hiciera alguna movida, y ahí mismo nos abastecimos. Empezaba a gestarse el ritual preconcierto, la clásica “previa”. Por lo mismo, ameritaba también una dosis de cerveza, así es que compramos dos botellas de litro, la hidratación perfecta que necesitaríamos mientras avanzábamos rumbo al estadio, a pie, haciendo algunas paradas para fumar, tomar y conversar. Por supuesto, con menos tiempo del presupuestado.
Durante una de las paradas, dimos con un lugar que nos llamó la atención: era una casa antigua en una esquina. Miramos hacia adentro por la ventana y el panorama era lúgubre. Estaba lleno de figuras religiosas de yeso, a tamaño real. Todas estaban quebradas, con fisuras y grietas, con pedazos menos, miradas perdidas y brazos extendidos; aparentemente esperando ser restauradas.
Cuando llegamos al estadio eran aproximadamente las siete y media y estaba repleto de gente. El ambiente era muy agradable, se sentía en el aire la sensación de “vinimos todos”.
Había muchas personas que conocía, y mientras avanzábamos saludé a gente de distintos contextos y épocas de mi vida. Pero la misión era otra: encontrar el lugar indicado, adelante y firme junto a la reja de la cancha, en primera o segunda fila. No podía ser otro lugar porque, dada mi baja estatura, ver un concierto desde cualquier parte de la cancha significa una tortura, porque me aplastan, me ahogo y porque tampoco veo nada; por lo tanto, la reja es la salvación. Obviamente, esto estaba previamente conversado con mi amigo, habíamos acordado llegar juntos hasta esa ubicación.
Una vez adelante, nos encontramos con que estaba bastante ocupado, pero comenzamos a pedir permiso y a avanzar. En la medida en que lo hacíamos, la gente se ponía cada vez más hostil, con actitudes que rayaban en la mala educación. Nos hacían problema para avanzar, ponían sus cuerpos rígidos para que no pudiésemos pasar y nos decían hasta garabatos. Comencé a tener una serie de discusiones con algunas de estas personas, hasta que llegamos a dos mujeres que juntaron sus hombros y nos cerraron definitivamente el paso con actitud matonesca.
Mi amigo ya no quería luchar más, se conformaba con el lugar donde habíamos quedado. Pero yo no; de hecho, si el concierto hubiese empezado en ese momento, me habría aplastado la multitud y habría tenido que salir rápidamente de ahí.
En medio de la tirante discusión para que estas dos mujeres despegaran sus hombros y nos dejaran pasar, decidieron abrir el paso sólo para mí. En consecuencia, tampoco podíamos avanzar y se generó una discusión más enérgica con ellas. Ante la irreversible negativa, le dije a Gonzalo que pasara por otro lado y que yo lo esperaba exactamente en ese lugar.
Como si todos los astros se hubieran confabulado para hacer que mi desgracia fuera épica, él me dijo que no, que filo, que lo dejáramos así, incluso me pedía que me devolviera y me pusiera junto a él. Evidentemente se había rendido a pocos metros de conseguir el objetivo.
Era pesadillesca la situación, pero todavía faltaba lo peor. Mientras le insistía para que pasara por otro lado y poder avanzar juntos los pocos putos metros que nos faltaban, Gonzalo se desmayó. Se desvaneció ante la mirada atónita de las mujeres. Lo tragicómico es que por lo estrecho del espacio que había entre persona y persona, no tuvo espacio para caer al suelo, y por segundos quedó desmayado sobre una de las mujeres que nos tapaban el paso, y su cabeza reposó tiernamente en su hombro.
“Está drogado, está drogado”, se escuchaba el murmullo de distintas voces alrededor, igual que el chiste que el comediante Felipe Avello popularizó años más tarde en el Festival de Olmué 2018. Lentamente fue cayendo hacia el suelo apoyado en los cuerpos contiguos, hasta que las tipas me liberaron la pasada. Comencé a gritar pidiendo ayuda y, en un par de segundos, unos gallos que estaban cerca de nosotros lo tomaron en brazos, lo alzaron por sobre las cabezas de la gente y, con ayuda de varias personas del público, lo deslizaron comunitariamente hacia adelante, aún desmayado.
En ese momento toda la atención se centró en él, muchos lo insultaron y cantaron a coro “hueón, hueón” y también lo escupieron sin ninguna piedad. Del otro lado de la reja, los paramédicos lo esperaban con una camilla, y cuando lo recibían, torpemente, se les cayó. La humillación había alcanzado su punto más alto: desmayado, escupido, insultado y en el suelo, mientras despertaba de su pálida con el porrazo.
Mientras los paramédicos se lo llevaban, los guardias desde atrás de las rejas preguntaron: “¿Quién anda con él?”, y sentí que, a coro, todo el estadio gritó “¡Ella!”. Obviamente todos me miraron, lo que me hizo sentir profundamente avergonzada. La gente espontáneamente me abrió el paso para llegar hasta la reja. Fue un momento bíblico.
En la medida que caminaba escuché que me gritaron de todo, silbaron y no faltaron las frases subidas de tono. Entre gente del público y los guardias me ayudaron a pasar hacia el otro lado de la reja para estar con mi, para entonces, “examigo” en la carpa de primeros auxilios, mientras se acentuaban los gritos y las ganas de que me tragara la tierra.
La carpa estaba al costado del escenario. La hora del evento se acercaba y estábamos en una situación radicalmente inesperada y opuesta al panorama con el que venía soñando desde hace un mes. Cuando llegué, él estaba sentado, tomando agua, medio inconsciente aún, y su cara, cual Mike Patton, asquerosamente llena de escupitajos. Daba entre pena y profundo asco. Para colmo, tuve que limpiarlo yo, con unos algodones untados en agua que le pedí a una enfermera.
La verdad es que no fue un acto muy heroico. En ese momento lo limpié porque era francamente indigno que estuviera así, con su cara escupida, pero por otro lado estaba furiosa porque me había echado a perder el día que con tanto anhelo esperé.
En eso estábamos cuando se apagaron las luces del estadio, se sintió un grito ensordecedor y comenzaron a sonar los primeros acordes de La voz de los ‘80. Salí de la carpa corriendo y saltando, pero la vista era paupérrima. Estábamos en el costado del escenario y, dadas las circunstancias, no había ninguna regalía por haber llegado hasta ahí. Entonces, pasó lo inesperado: Gonzalo salió corriendo de la carpa, se puso a cantar y saltar al lado mío, como si nada hubiera pasado.
Como lo vi recuperado, le dije: “Ya, vamos al público”. Corrimos, nos metimos superfácil esta vez entre la gente que estaba frenética coreando la canción. Él iba feliz, saltando, lleno de energía. Esa actitud me desconcertó y me enojó aún más. Había pasado un tremendo mal rato por su culpa, empezando por todo lo que se demoró y tramitó en comprar la entrada, para finalmente hacerlo el último día y contra el tiempo. Por él no había podido llegar a la reja en su debido momento, ya que había cedido a la presión de las tipas que nos bloquearon el paso, y, para peor, me perdí el comienzo del recital, tuve que soportar la humillación del estadio, limpiarle los escupos de la cara... ¿Y ahora saltaba feliz?
Avancé entre la gente, pasé al lado de todos los que nos hicieron problemas al principio, incluyendo las siamesas de hombros inseparables. Ya nadie nos miraba siquiera. Claro, con la magia de la música y la emoción colectiva, todas las malas ondas se habían disuelto, la gente gritaba y saltaba coreando los himnos que habían musicalizado la infancia y adolescencia de todos los que estábamos ahí.
El sueño se materializaba: sobre el escenario, Los Prisioneros tocaban para nosotros.
Fue un momento histórico para la música nacional, y cada uno de los que presenciamos esa jornada de rock fuimos testigos de cómo el fervor y la magia que comenzaron con esos primeros acordes cambiaron la energía del estadio.
Rápidamente llegué adelante, agarrada de la reja, como quería desde el comienzo, donde grité, canté y salté todo lo que la emoción me permitió. Desde ahí podía ver bastante bien y de cerca a la banda, y, sinceramente, ya no me preocupé más de Gonzalo, si venía o no conmigo, si le hacían problemas para pasar o se desmayaba. Había sido suficiente. Soltarlo fue liberador, el momento de mayor lucidez que tuve ese día. De hecho, estuvimos separados durante todo el concierto, y cada cierto rato nos hacíamos señas a distancia.
Me concentré en el show, descubrí que El baile de los que sobran lo tocaban con melódica. Quedó en mi memoria la camisa roja de Narea, las trenzas de Tapia y el poder sobre el escenario de Jorge González, quien lideró esa tarde de verano uno de los conciertos más importantes de la década. En una sola voz el estadio coreó cada una de las canciones que el trío escogió para hacer historia esa noche.
Terminó el concierto y caminé con Gonzalo hasta la avenida Irarrázaval. No recuerdo bien qué hablamos en el camino; seguramente comentamos sobre las canciones que sonaron durante la jornada. Recuerdo la sensación de que cualquier chance de romance que pudimos haber tenido había muerto. La magia entre él y yo se había roto, al igual que las figuras de yeso que vimos en la tarde.
Era inevitable. Después de esa catarsis y experiencia musical, mi sentimiento era muy parecido a lo que sentí diez años antes, cuando por primera vez vi en vivo y allí mismo a Guns N’ Roses. Un sentimiento de comunión musical, de pertenencia, y a la vez de distancia con quienes no saben transitar en ese hábitat que para mí era naturalmente mi mundo.
En diciembre de 2021 se cumplieron veinte años de este concierto. Crístofer Rodríguez realizó un reportaje para conmemorar el hito en la revista Rockaxis, con testimonios de los músicos de la banda y diversos periodistas, donde fui una de las consultadas.
Johanna Watson (Santiago de Chile). Publicista y periodista musical. Ha publicado en medios chilenos, como Rockaxis, El Dínamo, Culto, La Tercera, The Clinic, El Desconcierto, El Mostrador, La Voz de los que Sobran y Música Popular; en el sitio peruano Garaje del Rock; en la revista española Zona de Obras; y en la revista californiana La Banda Elástica. Escribió en los libros colaborativos Un paso adelante (2022), Canciones de lejos (2021) y Mayoría equivocada (2023). Es autora de Lado B, Crónicas, entrevistas y reportajes musicales (Ocho Libros, 2023).