ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Quisiera amarte menos
(fragmento)

Tatiana Goransky

 

Julia

 

No uso bombacha. Es una confesión que debería haber hecho hace tiempo. Me gusta aprovechar las narices de los que pasan. Me gusta que queden desorientados. Me gusta que no sepan si les atrae o no.

Al principio, fue sólo uno más de los que se sintieron atraídos por mi perfume, que imaginaron el despoblado bajo mi pollera como un cuarto de hotel. Me dijo que no tenía apuro, que sabría guardarse las manos hasta que fuera el momento correcto. Me pareció entretenido jugar con su fuerza de voluntad. Ver hasta dónde aguantaba morirse de hambre. Ver su cara arrugada por el deseo. Ver cómo se sentaba a mi mesa y nadie venía a ofrecerle nada. Mis predilecciones por cierto tipo de hombre y punto.

Después, vino la cama. Un cuarto cualquiera, un sexto piso por escalera, la parte más poblada de la ciudad. Los balcones daban a la peatonal. No había sábana de arriba ni cubrecama. La hora la contaba un reloj con segundero ruidoso. Pensé que ese reloj era el antiafrodisíaco perfecto, que con ese reloj sonando ningún hombre podría hacer un buen papel. Pensé que bajo su pantalón iba a haber poca cosa. Lo denigré en mi cabeza, me preparé sin coquetería.

Entré al baño dándole tiempo para arrepentirse. Nunca vas a estar a la altura de ese primer encuentro en donde me besaste mal (bien). Lo pensé, no lo dije. Vas a pasar a formar parte de mi pintoresca galería de chapadas en zaguán. Ya no se usa más la chapada ni el zaguán, pero en mi libro de fotos mentales son dos elementos que se repiten.

Cuando salí del baño me encontré con otra cosa. No se había arrepentido ni se había apurado. Al parecer sí sabía guardarse las manos hasta el momento preciso. Su cuerpo era un palenque que no cedía más. Destapados nos abrazamos, destapados nos dejamos caer sobre el colchón, destapados nos metimos el uno adentro del otro. Ahí vino la segunda sorpresa. Mi útero retráctil, su penetrador con un leve arco que se acomodaba perfecto. Quedamos de frente, abotonados, disfrutando de los espasmos que no exigían movimiento extra. Traté de ser elegante o por lo menos indiferente. Agotada y alegre me vestí en una toma cinematográfica. Si hubiera tenido pantalón, me habría ocupado de hacer un chirriante ruido con el cierre, pero mi pollera no tenía dramatismo. Se subió sola, acomodándose a mis caderas, mientras las medias can can fluían compinches y caía mi sweater seguido del abrigo invernal. Todo en silencio, en un bello y armonioso silencio.

Lo vi sonreír satisfecho. Su cuerpo todavía corcoveaba. Tuve mi segundo de duda. Pensé en participarlo de mis emociones (estaba emocionada), quería decirle que nunca me habían entrado así, tan tetris. Quería gritarle caballo y convertirme en su objeto. Quería advertirle que odiaba los ligueros y que nunca me los pondría por él ni por nadie. En lugar de eso me puse las botas con cierre (a estas sí las hice chirriar) y salí dejando la puerta abierta. Él quedaba desnudo, sin sábana de arriba, a la vista de cualquiera que caminara por los pasillos del hotel. Me fui sin dejar mi mitad por el costo de la habitación. Nunca había pagado, pero esa fue la primera vez que tuve ganas.

 

Y pasaron meses.

 

***

 

Entonces, todo se disparó. Los encuentros se hicieron frecuentes. No lográbamos saciarnos. Deambulábamos en estado de erotismo continuo. La gente se daba cuenta. Se me veía en la cara, en el pelo, en los ojos arrobados. Mi cuerpo ya no era mío, era ropa prestada, ropa que cambiaba de talle. A veces me quedaba ajustada. Otras, enorme. Él ordenaba. Su cuerpo (antes mío) respondía sin contradecir. Su cuerpo (todavía de él) lo intervenía, le hacía el amor cuando yo estaba y cuando no también. Era como un partido de ajedrez jugado por un único jugador. Él era las blancas, las negras y la mano que movía ambas. O tal vez me equivoco. Tal vez yo era alguna de las dos porque podía sentir todo y estaba inmensamente feliz. Quería que me amara en todos los cuartos de la ciudad, en todos los baños de los bares, en todos los zaguanes que ya no existían. Quería querer ponerme un liguero, pero no quería.

 

Y pasaron meses.

 

***

 

El sexo casual dio lugar al sexo nada casual, el amor casual hizo lo mismo. Y yo, mujer sin hijos y grande, empecé a desearlo. Quería que me montara a pelo, quería que me hiciera un hijo varón. Cada vez que llegaba al orgasmo le gritaba lo mismo “haceme un pibe, haceme un pibe”, y él se chorreaba sobre la sábana o sobre mi panza abultada con ombligo generoso, ombligo que hacía de pelopincho enamorada. Brusco era el deseo de que me llenara, y así de rápido desaparecía cuando estábamos vestidos. Desnudo lo quería para preñarme, vestido para proponerle un nuevo lugar de encuentro. En el medio no había nada; sólo días sin sentido, campos, calendarios sin cruces rojas que esperaban por el próximo cuarto, baño, zaguán, estación de tren, parte de atrás de taxi, bañadera de telo, esquina con quiosco cerrado, parada de colectivo. En mis ratos sin él lo pensaba despierta, me pisaba un auto, dos, tres. Moría de deshidratación, me olvidaba de lavarme el pelo. En mis ratos sin él no había ratos, las horas no se dividían en minutos ni segundos, todo era tiempo estanco. Una pileta sucia.

Y le grité de nuevo (siempre, siempre) “haceme un pibe, haceme un pibe”, y él lo hizo otra vez afuera de mí, un pibe lindo y otro y otro. Un cuarto lleno de pibes estampados en sábanas pegajosas. Un pibe por semana. Un pibe por encuentro. Y tuvimos más de cien. Era carísimo mantenerlos, alimentar tantos pibes, enseñarles a hacer las cosas bien, a tener un mismo apellido, a embarazar a una chica joven y fértil, a continuar esa familia gigante. Y de nuevo lo soñaba despierta. A él y a nuestros pibes. Sus caras, la mía. Sus cuerpos, el de él.

 

Y pasaron meses.

 

***

 

Al final lo discutimos vestidos. Un día, un turno de retraso, mucha cola en el hotel alojamiento. Mudos y con frío. Le dije que creía que lo decía en serio. Me dijo que él lo hacía, me hacía todos los pibes que quisiera, pero que yo estaba vieja, y que él no podía hacerse cargo de más nenes. Me dijo que los había estado haciendo por años, que las mujeres siempre le pedían lo mismo, que era considerado un poblador de pueblos, un padre de balnearios. Me confirmó que hacía pibes lindos, siempre varones, siempre con hoyuelos en el cachete derecho, siempre bien armados y bien predispuestos, siempre atentos a los pedidos de las mujeres. Hacía machos “de verdad”, machos que “te parten las ancas y te llenan de leche”.

Me sentí rara. Por un lado, me alivié al entender que ese deseo no era mío. Era un deseo prestado o al menos compartido. Todas las mujeres estaban destinadas a pedirle lo mismo. Todas querían su simiente, todas querían que les engordara la panza. Pero, al mismo tiempo, no pude dejar de sentirme una copia de una copia, uno de esos cien pibes que hicimos, pero no hicimos. Yo quería lo que querían todas y si tanto lo deseaba, y ellas también, y si tanto lo necesitaba, y ellas también, era entonces porque él estaba a cargo. Él mandaba y yo no. Yo había estado a su merced todo el tiempo, rogándole el mismo pibe que le había rogado la mujer anterior.

 

Y pensé que tal vez tenía que empezar a usar bombacha.

 

Y pasaron meses.

 

***

 

Acepté. Le dije que sí. “Hacémelo igual”. Y lo planeamos. Iba a ser especial. Íbamos a hacerlo en una cama de agua. Hacer un pibe líquido que se gestara y naciera con la misma facilidad. Que no doliera ni adentro ni afuera. Y me dijo que no me preocupara. Que lo había hecho mil veces, que nunca le tomaba más de un intento y que iba a ser el último. Con el pibe que me iba a hacer cerraba la línea. “Cierro la fábrica”.

Usé el liguero que dije que no iba a usar nunca, pero me lo pidió y yo ahora obedecía. Fue en un hotel que él eligió. Era caro, pero esta vez lo quise pagar entero.

Me dijo que quería hacérmelo de espaldas, agarrando con su mano derecha mi cuello, la izquierda liberada para tirar de mis crines, su voz pegada a mi oído instándome a que se lo pidiera de nuevo “pero esta vez decímelo bien segura, quiero escuchar que lo querés de verdad, que me querés de verdad”. Y lo grité una y otra vez, y me dolía la garganta aplastada por su mano y me dolía la cintura galopada por su peso y me dolían los ojos que lloraban emocionados y pude sentir el ruido de toda esa leche (de todo ese pibe) saliéndole de adentro. Y pude sentir el momento en el que se volcó, y la olí, la probé, la toqué con mi cabeza. Y su olor era dulce, su gusto a palta, su textura resbaladiza como el hielo de un trago. Y me la tomé toda. Mi cuerpo la absorbió con la sed de mis cuarenta y cinco años. Y tuve de pronto la piel más lisa y menos bolsas debajo de los ojos. Y las uñas me crecieron largas y el pelo se me puso fuerte y brillante. Y grité. Grité tanto que todos los que estaban en ese hotel salieron al pasillo y escucharon, solemnes. Todos miraron los fuegos artificiales de fin de año. Todos con una copa de champagne en la mano y un nene ya crecido en la otra. Cientos de familias potenciales escucharon mi grito de mujer en celo y después, horas más tarde, se pelearían por la habitación de la cama de agua.

 

Y pasaron meses.

 

***

 

Tres meses y sangré.

Él dijo que yo era la primera que no había podido incubar su regalo. Dijo “regalo” y yo puse cara de espanto. Nunca lo había escuchado hablar así y no me gustó. No me gustó sangrar nuestro pibe y no me gustó ser la excepción. Fue la primera vez que quise ser todas, que quise ser parte de un grupo, de un clan, una colonia. Que quise vivir en Utah, en territorio polígamo. Que quise decir “nosotras” y no “yo”.

Ese día no se desnudó. Dijo que no merecía ver su cuerpo, que su cuerpo era para engendrar y que yo lo había desobedecido, que me tenía que volver a ganar su desnudez. Que lo tenía que querer con ganas.

Yo lo describí completo. Pensé que si le demostraba que su cuerpo era mi único mapa, si le hacía saber que los días que estaba sin él no vivía en ninguna parte, si lograba explicarle que entre un polvo y otro no existía nada, iba a ganarme su perdón y un pibe nuevo. Más rendidor.

Pero no quiso sacarse la ropa. Se abrió el cierre del pantalón y sin mostrarme siquiera su pecho campero, me montó de frente y fuerte, fuerte en serio. Grité loca. Pero nadie salió al pasillo, estábamos sobre las vías de un tren abandonado. Había pasto largo por todas partes y suciedad, mucha suciedad, de esa que sólo se arma después de años de abandono. El olor era nauseabundo y su tranco agotador. Sus manos me tapaban la boca y sus piernas me clavaban espuelas de metal o zapatillas con cordones afilados. Me dijo que se lo pidiera y se lo pedí. Me dijo que se lo pidiera más fuerte y le hice caso. Pero no me lo dio. Se estrelló contra mi abdomen, adolorido, casi adolescente, lleno de hormonas del pibe que no había sido y del que no me quiso volver a hacer.

 

Y pasaron meses.

 

***

 

El teléfono no sonaba, el celular no reproducía su ringtone, el mail no recibía correo, el Twitter no retwitteaba, el WhatsApp no exponía su doble línea azul, el Skype lo mostraba invisible, el Facebook no me marcaba ni un visto, el Instagram no tenía corazones. Y yo seguía sangrando una vez por mes.

Ya no éramos algo único en su especie, un monstruo, dos en uno y uno solo. Ya no había más juego, ni siquiera un poco de prohibición, señalar el deseo y después dejarlo por un rato. El rato era todo el tiempo y el calendario ya no tenía ni una crucecita, ninguna. Me sentía Lorca: yerma, verde, mozuela.

Pensé en suicidarme. Quise hacerlo en el hotel de la cama de agua. Pedí un taxi, pero, después de dos horas de ida y vuelta, no pude distinguirlo. Habíamos cogido en todos los hoteles de esa larga autopista y en muchísimos más. Quise que me lo hiciera cualquiera (el amor, un pibe) y me acosté en las vías del tren abandonado, pero duré poco. Un caballo flaco se acercó a pastar a mi lado. Pensé que era una señal. Era él, adelgazado de deseo, flaco de tanto extrañarme, decrépito por la mala vida que llevaba sin mojar sus encías rosadas en mis labios. Era él, enfermo de bronquitis por haber perdido su dispositivo móvil en donde guardaba todos mis datos, por no tener forma de encontrarme. Extrañándome sin mesura, casi muerto. El potro que antes me palenqueaba era ahora una mascota zombi.

 

Y pasaron meses.

 

***

 

El mono tremendo. La abstinencia de su cuerpo me producía calambres, vómitos, delgadez extrema, pérdida de pelo, bolsas bajo los ojos, ojeras bajo las bolsas, uñas comidas que masticaba durante la noche, pesadillas de jinete sin cabeza, sudores fríos.

Al principio, mis ovarios enloquecidos menstruaban desordenados, listos, el uno y el otro, para volver a embarazarse en cualquier momento. Sentía pinchazos identificables, “es el izquierdo, es el derecho”. Estaba lista, era tierra fértil, era la pachamama, sólo necesitaba que me bombardearan con esperma, su esperma, sus pibes.

Después, ese pantano viscoso y lleno de flora y fauna en el que se había convertido mi entrepierna se secó de forma definitiva. Yo gritaba “metadona, necesito metadona” y manchaba las sábanas con agua y anhelo. De la mujer que no quiso y después quiso usar liguero, quedaba poco. Ya no me chiflaban por la calle, ya no podía hacer que los hombres se murieran de hambre. Empecé a usar bombacha. Me quedé sin perfume. No olía más a cuarto de hotel, a una noche que prometiera mil relinchos. No olía a nada.

De madrugada, caminaba las calles de mi barrio, de otros barrios. Caminaba autopistas por peajes y colectoras. Caminaba cabarets, bares, avenidas anchas, caminaba por las paredes y me caminaba encima. Seguía gritando “metadona, quiero mi metadona” y la gente me miraba mal o triste. Cada tanto alguien se acercaba a tomarme la fiebre. Me apoyaban manos en la frente, me hacían preguntas que yo no escuchaba, se aburrían o asustaban y seguían caminando. Cuando amanecía, volvía a mi cuarto. Ya no a mi casa. Me había mudado a un hotel. Pensé que si él me estaba buscando, si estaba estudiando las guías de la ciudad recolectando direcciones de telos, motelos y otros lugares por el estilo, iba a lograr dar conmigo justo ahí: en uno cualquiera.

 

Pero pasaron meses.

 

***

 

La abstinencia se volvió estilo de vida. Las extremidades iban a picarme por siempre. Mi boca seca ya no iba a producir saliva. Y nunca más iba a mojarme con ningún otro. Su voz seguía en mi cabeza. Esa voz que de sólo presentarse me acomodaba los órganos por dentro y le decía a mi cuerpo que hiciera caso, que se destilara entero, que cosquilleara, que subiera su temperatura por diez. “Calentate, mi conchita, mojate toda que te voy a perforar bien lindo, te voy a besar por adentro con mi cabeza curiosa, te voy a hacer potrillos toda la noche…”. (Él nunca le había dicho nada, pero ella escuchaba). Mi cuerpo era suyo, yo ya no podía reconquistarlo.

Mientras tanto, la gente pasaba hablando de Michelangelo. Yo me imaginaba desnuda y penetrada por la estatua ecuestre. Clavada en la punta fría del mármol. Sonriendo para los paseantes. Bien cogida, eso sí, bien cogida.

 

***

 

Cumplí cuarenta y seis.

Intenté cosechar mis óvulos con la mano. Podía escucharlos, hablaban de su penetrador curvo, hablaban de su leche, hablaban de ese cuerpo equino que los pinchaba y los hacía sonreír. Lo extrañaban. No querían nada más. No me querían a mí. Yo, tampoco.

 

 

La escritura del cuerpo

 

Sin cuerpo no hay texto. Sin cuerpo no se puede narrar una historia. En el cuerpo está alojada la memoria más fuerte de todas, los grandes traumas, las satisfacciones, los rasguños de la vida cotidiana y las marcas, hasta la más pequeña de las marcas.

Nuestro cuerpo es también una caja de reverberación que todo lo modifica. A veces los sonidos son armónicos, dulces, y el texto fluye con música suave. A veces son disonantes y se traducen en texto conflictivo, enfrentado, dicotómico. Otras, el sonido esconde un eco ominoso. Hay tantos tipos de sonidos como tipos de palabras. 

El cuerpo lo alberga todo, es nuestro mapa, nuestro continente, y se manifiesta cada vez que algo funciona mal o funciona demasiado bien. Esto es esencial a la hora de construir personajes, pero también al construir la obra en general. No hay nada como la memoria del cuerpo, fuera y dentro del papel.

Y si alguna vez dijeron que el mundo era un escenario, ahora es más cierto que nunca. Nunca estuvimos tan expuestos, nunca tan solos. Nunca mezquinamos tanto el cuerpo, escondiéndolo detrás de la tecnología, canjeando nuestra piel por un botón virtual. Antes la piel era el primer contacto que teníamos con todos, ahora el primer contacto está mediado. Nos escondemos detrás de las palabras que antes eran sonidos, que antes eran cuerpo, pero ya no es lo mismo. Esa mediación tecnológica nos expulsa de la escena, de nuestra escena, de nuestra propia vida. Podemos ser muchos al mismo tiempo, crear millones de personajes, escaparnos de nosotros mismos, ser lo que el otro quiere, diseñarnos a su antojo, vaciarnos. 

Entonces empecé a pensar qué sucedería si dejaba que seis personajes pusieran el cuerpo y se entregaran ahí, casi desnudos, en la página, con todas sus miserias y anhelos, con sus historias cruzadas, crudas, sin censura; con todo ese deseo que hace que el mundo avance y retroceda, que castiga con dicha y angustia; sin juzgarlos, exponiéndolos en todo su erotismo, su violencia, incluso su potencial de muerte. 

Porque esta novela está construida alrededor del deseo, siempre tan elusivo, siempre tan poderoso, siempre tan parecido a la escritura.  

Y ahí están ahora, contando sus historias en monólogos armados de palabras, que antes sólo eran sonidos enterrados en el cuerpo. Seis personajes que se encuentran en una trama construida para funcionar de manera polifónica. 

Pero el cuerpo también es sexo, claro. Y pudor. El cuerpo es contenedor de amor y desgracia; y cuando algún personaje no puede escapar de su exceso, entonces sabemos que estamos frente a una tragedia. En este caso, una tragedia contada en seis monólogos y una confesión. 

Desde el oficio de escribir, encuentro que cuando todo es posible, a veces nada es posible. En varias oportunidades descubrí que ponerme límites me ayudaba a darle más fluidez al texto. Termino y extraigo todo lo que está de más, confío en la economía que me propone cada novela y siempre que dudo prefiero subescribir a sobrescribir. Es que al sobrescribir estamos confiando poco en el lector. Así que, para mí, escribir también es un acto de fe, de confianza. 

En Quisiera amarte menos recorté todos los lugares comunes del narrador. Primero los escribí, ojo, pero después los borré. Escribir esta novela fue casi como dirigir una obra de teatro, dándole a los actores toda la información sobre la vida de sus personajes para después pedirles que dijeran una sola línea que contuviera todo. Pidiéndoles que fueran extremadamente precisos al dar información, que supieran que lo dicho iba a llevar al lector (espectador) a una comprensión más profunda. Como ejemplo de esto puedo contar que dentro del libro se narra un crimen que aconteció de verdad, un feminicidio que ocurrió en una provincia argentina. Esto lo cuento acá, pero en el texto funciona construyendo a dos de los personajes principales. Ese feminicidio es fundacional, es una marca en el cuerpo de una provincia entera, de un país; y, sin embargo, no es el centro de la trama. Así como esto, hay muchas otras cosas que se disparan a través de las palabras, que ensanchan el mundo de los personajes y de la obra. 

Quisiera amarte menos es un texto sobre cómo el amor puede destruirlo todo y, a su vez, ese acto de destrucción puede refundar un amor nuevo. Es un texto sexual y violento, pero contiene muchísima ternura. Es un texto muy explícito que no teme profundizar en las fantasías, que se aleja de la corrección política, que intenta generar muchas más preguntas que respuestas. Porque todas y todos somos capaces de llegar al límite. La diferencia entre actuar y no actuar está, a veces, mucho más cerca de lo que nos gustaría. 

 

Tatiana Goransky (Buenos Aires, 1977). Es escritora y cantante de jazz. Autora, entre otras novelas, de Los impecables (Comba), Fade out (Comba, nominada a mejor novela argentina en 2016) y ¿Quién mató a la cantante de jazz? (Nitro Press), seleccionada por la CONABIP para ser distribuida en más de mil bibliotecas populares y que la llevó a participar en los festivales de Medellín, Gijón, Montevideo, Acapulco, CDMX y Barcelona. En 2018 editó un número doble de la revista neoyorquina Los Bárbaros. En 2019 compiló la antología Barcelona / Buenos Aires, Once mil kilómetros. Su trabajo ha sido publicado en Argentina, México, Bolivia, Uruguay, Alemania, España y Estados Unidos. Su novela más reciente es Quisiera amarte menos (RiL editores).