ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Formas de llegar a Tombuctú

Samantha Esther Escalante

 

 

Llevé a entrenar a Garú y a Kali cuando eran cachorros. Garú, peludo y grande, seguía todas las indicaciones con tal de obtener los premios y las salchichas. Kali no. Ella me miraba como si la hubiera insultado al ofrecerle la salchicha y pedirle la famosa «sentada». Permanecía inmóvil, con su cuerpo delgado y negro, me entornaba los ojos y después volteaba la cabeza dirigiendo el hocico hacia lugares de mayor interés para ella. Más adelante me daría cuenta de que lo suyo no eran las salchichas, sino los olores fétidos. Durante los paseos, Garú buscaba comida; Kali, alcantarillas.

En el entrenamiento conocimos a Charly, un perro blanco y peludo que siempre llegaba con lo que yo llamo la camisa de fuerza para perros: una correa que le ponían alrededor del hocico. Su tutor decía que Charly no era de fiar, pues en una ocasión mordió a un niño. Así, sin más contexto y como si los perros se la pasaran mordiendo a la gente por deporte. La cosa es que ese perro llegaba todas las tardes de entrenamiento con el hocico apretado y la cola feliz de reunirse con sus amigos. Ese comenzó a ser un espacio incómodo para mí. Charly, aprisionado; Garú, obsesionado con las salchichas. Me miraba como si los ojos se le fueran a salir mientras esperaba la siguiente indicación que le haría ganar un premio. Y Kali, ignorando indicaciones. El entrenador me dijo que le debía dar un tirón firme para que el collar de castigo le hiciera notar que debía estar junto a mí caminando y no yendo a donde ella quisiera. Me pregunté si esa era la vida que quería para mis perros y para mí. Y decidí que no. Cambié los collares de castigo por pecheras y compré unas correas de cuatro metros de largo para que tuvieran libertad de ir a donde sus hocicos los llevaran durante nuestros paseos. Y no regresamos al entrenamiento.

Una tarde salimos a caminar un rato y les quité las correas para que exploraran en un terreno solitario que frecuentábamos en esos tiempos. De pronto, sorprendí a Kali revolcándose enérgicamente sobre el pasto, a varios metros de mí. Me acerqué y descubrí que se restregaba sobre el cadáver seco, aplastado y maloliente de una rana (la vez que se revolcó en caca de caballo la dejaré a la imaginación). «¡Kali, no!», grité furiosa para que se detuviera, y ella volteó con una cara de franca felicidad. Se paró de un brinco y salió corriendo veloz y sonriente como en señal de victoria.

 

Cuando yo era niña acompañaba a mi mamá mientras regaba el césped de nuestro pequeño jardín. Lo hacía todas las tardes. Ahí colocamos un columpio que mi papá compró para mi hermana y para mí. De tanto arrastrar los pies al mecernos, murió una parte del césped y terminamos haciendo un óvalo de tierra en medio del verde zacate. Una tarde mi mamá nos dijo que iría a la tienda y no tardaría en regresar. Dejó la llave del agua abierta con la manguera debajo del columpio. Supongo que quería recuperar la zona de zacate que habíamos matado mi hermana y yo. Apareció un lodazal. Por turnos, una de nosotras debía quedarse quieta junto al charco y la otra saltaría para ver quién salpicaba más a la otra. Después de unos minutos, mi mamá regresó. Casi ni notamos su presencia, pues ya estábamos meciéndonos en el columpio mientras dejábamos arrastrar nuestros pies sobre el divertido charco café. Mi mamá cerró la llave de agua y entró en silencio a la casa. Nos dejó jugar un ratito más y luego salió sin decir nada. Nos quitó la camiseta, el short, los zapatos y los calcetines. Nos llevó a la batea y nos dijo que ahora tocaba bañarnos, pero primero teníamos que lavar nuestra ropa. Dejó ir más pronto a mi hermana, tal vez porque era más pequeña. En cambio, yo era la mayor, había liderado la travesura y debía aprender, así que me quedé un buen rato lavando a mano. Era difícil sacar las manchas. Era difícil darse cuenta de que algo tan divertido tenía una consecuencia tan aburrida.

 

Vinciane Despret dice en su libro Habitar como un pájaro que «quien haya podido ver a su perro revolcándose con entusiasmo en una carroña o en estiércol, comprenderá de inmediato que estamos en otro modo de sentir». Bueno, yo no lo comprendí así. No de inmediato. Que Kali se hubiera revolcado sobre el cadáver de esa rana me pareció asqueroso y reprobable. Mi estómago revuelto y mi enojo rampante contrastaron tanto con la felicidad de la perra, que me dio curiosidad. Más tarde busqué en internet y me encontré con posibles razones por las cuales los perros hacen eso. Revolcarse les sirve para comunicarse a través de feromonas. Sus capacidades olfativas son bastante superiores a las nuestras. Los que se restriegan en las cacas o cadáveres de animales lo hacen para obtener y compartir información con su manada; en el caso de Kali, con Garú y conmigo. Es una manera de decir «soy un buen elemento y traigo información». En otro artículo decía que regañar a los perros por revolcarse en caca o cuerpos en descomposición es incomprensible para ellos, pues es como si a los humanos nos regañaran por bostezar. Me sorprendí de imaginar qué tanta información obtienen los perros a través de sus narices. Vivimos en el mismo mundo material, pero en realidades distintas y paralelas. Al menos, a nivel olfativo.

Los perros no son los únicos animales con un olfato tan poderoso y vital para sus interacciones sociales. Los cerdos tienen ese sentido aún más desarrollado. Con él se guían para conseguir alimento, igual que Garú. Además, tienen una alta densidad de receptores táctiles en el hocico, con el que realizan muchas actividades, como desenraizar plantas (cuando no están hacinados en una granja industrial), transportar objetos e interactuar socialmente. Con el hocico identifican a sus familiares y hasta pueden saber el estado de salud del cerdo con el que interactúan.

Una vez vi de cerca uno de esos hocicos tan sensibles. Iba en el coche con mi papá, en una carretera. Tuvo que bajar la velocidad, pues a unos cientos de metros adelante había una fila de automóviles detenidos. Conforme nos acercamos y hasta detenernos, noté delante de nosotros un gran camión jaula. No había distinguido bien qué transportaba. De pronto, entre unos barrotes, vi un hocico. Era un cerdo que olfateaba el aire. Al caer en la cuenta de lo que se trataba, pude identificar con rapidez muchas otras partes de los demás cuerpos que estaban ahí encerrados. Había colas, orejas y más hocicos asomando por las rendijas de los barrotes. Y, de pronto, sentí una mirada. Y mis ojos se encontraron con los de uno de esos cerdos que estaban llevando al matadero. Mi papá debió notar algo en mi expresión facial. Me dijo: «¡Ay, hija! No los veas». Pero ¿cómo no verlos? Nunca he podido dejar de verlos. Hay imágenes que nunca se van.

 

Tenía seis años cuando la camioneta de mi papá pasó de ser una de mis mayores diversiones a convertirse en un símbolo de terror. Por la mañana fuimos en familia a la central de abastos. Olía dulce, como a papaya. Mis papás preguntaban por el precio de unas nueces y yo vi un perrito de hocico café junto a mí. Le dije «hola, perrito», y lo que recuerdo después es a mi papá cargándome con cara de preocupación. El perro me había mordido, y terminó recibiendo incomprensión y desprecio. Al parecer tenía rabia. Mi papá atravesó el estacionamiento con velocidad, buscando la camioneta. Había un olor a fruta pudriéndose en algún lugar. Me llevaron al hospital. El tratamiento consistía en cinco inyecciones en la espalda a lo largo de ciertos días. Cuando llegamos, no sabía qué pasaría. En la sala donde me aplicarían la primera inyección había un tufo a medicamentos. No recuerdo si me explicaron algo antes, sólo que el dolor fue tan fuerte y el líquido habrá sido tan espeso que me dejó entumecido todo el brazo derecho y una parte de la espalda por varios minutos. Lloré mucho y vi la cara de mi papá, quien evitaba mirarme mientras me sostenía con fuerza para que yo no saliera huyendo. Para las siguientes vacunas, el terror empezaba cuando veía la camioneta de mi papá esperando a que me subiera para llevarme hacia el que era mi matadero. Ya en el hospital, de alguna forma me convencían para entrar a la sala, pero el olor de las medicinas y ver la preparación de la jeringa me hacían llenarme de una fuerza desconocida. Me aventaba al piso dando un sentón, protestando y negándome con pataletas a sentir de nuevo ese dolor. Pero era necesario e imperante, pues existía la posibilidad de haberme contagiado de rabia. Mis papás habían localizado al perrito que me había mordido. Se lo habían llevado a la casa para observarlo. Y, como era de esperarse, el pobre murió unos días después de haber dado la mordida. Veo una imagen, un recuerdo que ahora es doloroso: miro por la ventana que da al patio de mi casa y ahí está el cadáver del perro que tuvo rabia. Se ve cubierto por algo oscuro. Son cientos de hormigas que llegan en filas. La procesión podría confundirse con un gran funeral. Negro por todas partes. Hileras de individuos en torno a un cuerpo ya sin vida. Pero lo que ahí pasa en realidad no sólo es un funeral que yo, sin saber, llevé a cabo mirando en silencio y lamentando la muerte de aquel perrito. También es un festín. Y siento algo desagradable ante tal imagen. No entiendo lo que está pasando, sólo sé que ya no quiero que me vuelvan a inyectar nunca más y tampoco entiendo por qué llevaron a aquel perro a nuestra casa, sólo para que muriera y se cubriera de hormigas. Décadas después de ese suceso llegaron preguntas acompañando a esa imagen funeraria: ¿quién era?, ¿cómo fue su vida?, ¿tenía una manada?, ¿alguien lo extrañó cuando mis papás se lo llevaron de la central de abastos?, ¿cómo habrá sido para él morir en un lugar desconocido, lejos de su casa, de sus rumbos y en soledad?

 

Salí en otro paseo con Garú y Kali. Como siempre, muy pendiente de que Garú no encontrara algún trozo de comida que pudiera engullir en pocos segundos. Sabía que ese paseo, como ya era costumbre, llevaría un buen rato. Ellos inspeccionaban de modo artesanal la pipí de otros perros que encontraban por el camino. Después de mi investigación sobre el olfato canino, en cada paseo les dejo informarse detenidamente, si es posible, sobre lo que dicen sus congéneres a través de ese mecanismo perruno de comunicación. Además, Kali suele detenerse en las alcantarillas que encuentra. A veces se queda hasta un minuto estudiando los olores que emanan de ahí. Y yo la espero mientras me pregunto qué datos podría estar obteniendo.

Al llegar al parque, Kali se detuvo en seco. Entrecerró los ojitos y alzó el hocico olfateando el aire. De pronto, me fue llevando hacia unos arbustos. Garú también comenzó a olfatear hacia el mismo punto. Conforme nos acercamos, ella fue bajando la velocidad y colocó el cuerpo un poco agachado, como con cautela. Encontró una caja de cartón. Se acercaba y se alejaba de ella. Garú tenía una actitud similar, parecía ansioso. No sé si ambos manifestaban precaución o si ya se había convertido en miedo. Kali tenía una actitud distinta a cuando olfateaba alcantarillas. «¿Qué pasa, Kali?». Me acerqué a la caja y, con un temor que me había invadido después de ver el actuar de mis perros, levanté despacio una de las cejas de la tapa. Dentro había dos cadáveres. Eran cuerpos emplumados. Dos gallos que no tenían cabeza. Di un salto hacia atrás sin saber qué hacer. Garú y Kali continuaban indecisos, como si no supieran si entregarse al olfateo o si era mejor mantener distancia. Me quedé paralizada, en silencio y sin saber muy bien qué hacer. Hay algo, en algunas muertes, que va más allá de la tristeza o el dolor. Algo que va más allá de la sacudida que provoca el recordar que la muerte es parte de la vida. Hay muertes que me hacen desear que algunas cosas no fueran parte de esta vida.

 

Mi papá llevó un loro a la casa. Mi hermana y yo nos emocionamos mucho al verlo. Tan verde y con un lindo color rojo alrededor de su piquito. Mi hermana lo nombró Kiwi. Lo queríamos mucho y jugábamos con él. También hacíamos cosas que nadie nos enseñó que un loro no quería. Como muchos de los pájaros que la gente vende y compra como «mascotas», Kiwi ya no podía volar porque le habían cortado las alas. Nosotras no sabíamos eso. Sólo nos encantaba «tener» un loro. En una ocasión, él estaba parado en un palo de escoba que yo sostenía. Mi hermana y yo comenzamos a cantarle una canción y empezamos a bailar. Yo comencé a dar vueltas con el palo agarrado. La canción se volvió cada vez más veloz, así como mis vueltas. De pronto, Kiwi salió disparado. Hubiera chocado contra la barda, pero había un frondoso helecho que detuvo el impacto. Mi hermana y yo soltamos una carcajada sin tener, evidentemente, ninguna noción del maltrato que ejercíamos. Nadie nos dijo que para Kiwi eso no era divertido; que él hubiera preferido volar e irse de ahí, pero que no podía; que odiaba estar encerrado en una jaula; que ni los pájaros ni ningún otro animal son para el deleite humano sin que haya algún grado de tortura de por medio. Ese día, mi hermana y yo nos reímos y nos divertimos mucho. Kiwi no. Algunos días después encontramos su jaula vacía. Mis papás nos dijeron que se había escapado y que voló. Años después me enteré de la verdad. Nuestro gato, Bart, lo había matado y se lo había comido. Han pasado varios años más y aún recuerdo a Kiwi con cariño, pero ya no me parecen divertidos aquellos juegos. A veces imagino que aquel loro habló un día con Bart. Que le pidió que, por favor, lo liberara de esa vida de encierro y tortura; que, por favor, lo matara, porque lo otro, era morir lentamente en vida.

 

Le detectaron células cancerígenas a Garú en una de sus patas. Tuve miedo. Por primera vez se hizo patente algo que antes veía muy lejano y poco palpable. Tarde o temprano, él y otros seres amados se irán de mi vida. Yo misma me iré. ¿Nos estamos yendo? La vida tiene esencia de muerte.

Resultó que el tumor de Garú no se había esparcido, así que tenía «solución», al menos temporal, a través de una cirugía. Tendrían que amputarle dos dedos de la pata trasera. Durante el tiempo de recuperación debía asegurarme de que no caminara más de lo necesario. Los paseos se volvieron difíciles. Garú estaba ávido de olfatear como siempre lo había hecho, pero no se le podía permitir tanta libertad. Ni qué decir de Kali, quien también salía perjudicada, porque la pasan mal cada vez que son separados. Han sido compañeros en todo momento desde que son cachorros. Así que los paseos breves fueron para ambos. Comencé a estresarme, pues con cada paso de Garú había cojera y, además, sabía que padecían las limitaciones a su olfateo, tan vital para ellos. Me preguntaba si debí someter a Garú a dicha cirugía o si debí dejar que la vida de esas células que se multiplicaban rápidamente continuara dictando el camino. Parecía que Kali recibía (¿olfateaba?) mi estrés y mi frustración, porque durante ese tiempo se volvió más agresiva con otros perros. Fueron tiempos difíciles. Garú se recuperó y volvimos a nuestras andadas olfativas después de varios meses. La libramos, dirían por ahí.

Me pregunto cómo serán las muertes de mis perros. Me gustaría poder acompañarlos de algún modo en el cual pudiera honrar sus vidas y agradecerles todo lo que me han dado. Honrar, a través de proporcionarles una vida y una muerte lo más dignas posible. No como las otras muertes de animales con los que he vivido desde mi niñez y de los que ni mi familia ni yo supimos observar y respetar las diferencias de especie. Respetar sus vidas.

 

Hay que amarrar a Jacko, decía mi abuela cada vez que iba a llegar alguien a la casa. El perro buscaba cada oportunidad para salir corriendo a la calle. Jack, querido por todas en casa, vivía en el patio y nunca salía a dar la vuelta para satisfacer su instinto, para estimularse mientras olfateaba el mundo en el que vivía. Tampoco sabíamos que podíamos proporcionarle estímulos olfativos si no podía salir. Por lo tanto, cada vez que había oportunidad, corría hacia la calle y encendía un griterío en la casa: «¡Se escapó Jack!». Escapar. Justo eso. Escapaba del aburrimiento, de la falta de autonomía. Como cuando una se escapa de la escuela o como cuando alguien quiere escapar de la cárcel. Como cuando las vacas escapan del matadero y los cerdos saltan de los camiones que los trasladan a una muerte lenta y tortuosa. Jack escapaba a la libertad cuando tenía oportunidad. Sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo en el patio. Había desarrollado la habilidad de escalar bardas. Al menos la del patio de mi abuelita, que era una albarrada. Parecía una cabra hábil para subir, pero era un perro que no sabía descender. Así que varias veces tuvimos que ayudarlo a bajar, porque una vez que estaba arriba, no encontraba forma de llegar a los otros patios, que tal vez eran su objetivo. Hacia los últimos años de su vida, una tía nos habló de las necesidades de paseo de Jack. Nos hizo comprender que necesitaba salir, al menos de vez en cuando, del patio. Así que le compramos una pechera y correa para pasearlo. Yo hacía intentos de sacarlo a caminar dando una vuelta a la manzana, pero apenas tenía siete años y Jack tenía mucha fuerza. Y también tenía prisa por oler todo lo que pudiera, así que me arrastraba si no lograba seguirle el paso. Mi abuela pensaba que eso de sacar a pasear a un perro era una tontería. Para ella los perros estaban bien viviendo en el patio. Así creció ella. La diferencia es que ella vivió en un pueblo, con un patio grande y donde los perros salían solos a la calle y sin tanto riesgo de morir atropellados o de vivir cosas lamentables. Aun así, ella hacía intentos de sacar a pasear a Jack. Al no estar acostumbrada, cuando llegaba de pasearlo lo dejaba salir al patio con todo y la correa enganchada a la pechera. En una ocasión, no recuerdo cómo, el perro se subió a la barda, resbaló y estuvo a punto de caer, pero de alguna forma milagrosa quedó suspendido cual piñata que colgaba de la pechera. La correa se había enganchado entre dos piedras de la albarrada. Nos llamó con ladridos. Lo rescatamos enseguida y aprendimos a quitarle la correa apenas llegara del paseo. Un día que regresé de la escuela, Jack se había escapado una hora atrás y no lo habían encontrado. Salí preocupada a recorrer las calles cercanas y lo encontré sentado frente a una avenida bastante transitada. Parecía que reflexionaba sobre el pasar de los coches. Dije su nombre y volteó hacia mí. Al notar quién era yo, seguramente al percibir mi olor, comenzó a mover la cola alegre y nos fuimos a casa.

 

En la novela Tombuctú, de Paul Auster, Willy Christmas es un humano que vive en la calle con su perro, llamado Mr. Bones. Se tienen el uno al otro; se acompañan y viajan juntos en las alegrías e inclemencias de sus vidas vagabundas. Entre palabras humanas y olfateos caninos, crean un lenguaje común. Willy presiente que morirá y trata de dejar en las mejores manos posibles a Mr. Bones, antes de irse a Tombuctú, que es como ambos llaman a la muerte. La abuela de uno de mis amigos más queridos me prestó ese libro hace varios años. Ella tiene más de ochenta y lleva una década diciendo que ya se va a morir. Nosotros sabemos que su vitalidad aún promete años, pero a ella no le gusta tanto esa idea, porque sus amigos se han ido poco a poco, mientras ella observa. Tal vez una de las pérdidas más difíciles que ha tenido que vivir es la de la Tina, una perra alegre y hermosa que la acompañó algunos lustros, desde que era cachorra hasta su último olfateo. La abuela lloró esa muerte que tanto le dolió y sobrevivió. Tiempo después, dudó mucho en adoptar a otro perro, pues temía dejarlo sólo en cualquier momento, así como la Tina la dejó a ella. Al final, decidió adoptar a un perrito anciano. Cuando fui a conocer a su nuevo compañero me dijo: «A ver si en esta ocasión nos vamos juntos a Tombuctú».

 

Samantha Esther Escalante (Mérida, México, 1987). Es licenciada en Psicología y maestra en Psicología Clínica por la Universidad Autónoma de Yucatán. Formó parte de la segunda generación del Diplomado en Escritura Creativa de la UNAM.