Turismo de casas imposibles
(fragmentos)
Karla Gasca
Lavado de cabello
Hace poco fui a que me cortaran el cabello y la estilista me lavó la cabeza con una muestra de champú caro, muy diferente al que yo uso. Sentirlo expandiéndose sobre mi cuero cabelludo no me gustó nada. Mi cabeza olía a otra cabeza, a una ambiciosa con el pensadero repleto de ideas útiles, llena de conocimientos prácticos, habilidades matemáticas, recuerdos agradables y lenguaje correcto. Una cabeza sana, equilibrada, con olor a melocotón. En cuanto llegué a la casa la metí bajo el chorro de agua fría y vertí sobre ella medio frasco del champú de siempre. El alivio llegó rápido y el desorden regresó acompañado de un cúmulo de espuma.
La playa
Cuando tenía veinte años acampé en una playa virgen. Quebrantamos propiedad privada, caminamos por horas en la selva hasta llegar a la orilla del mar. Encontramos arena blanca, agua clara y torsos desnudos, morenos y brillantes. Hombres bellos que tensaban sus músculos con un ligero movimiento del cuello. Pronto anocheció. Teníamos hambre y esos hombres jóvenes como nosotras, con torsos, brazos y piernas fuertes, se metieron al mar. Recuerdo que todo estaba oscuro y los imaginé ahogados en la negrura, pero aparecieron un par de horas después con tres langostas gigantes. Las mataron azotándolas contra unas rocas hasta romper su coraza y cortaron su carne con navaja. Olían deliciosas al fuego, pero no pude comerlas. Abracé la botella de vodka y me quedé dormida sobre la arena. Me despertó la resaca y los cangrejos diminutos que caminaban por mis brazos y piernas. De nuevo los torsos desnudos, mojados, trepando palmeras, bajando cocos para el desayuno. Recordé a los chicos blancuzcos e insípidos que conocía de la ciudad, que apenas lograban atarse las agujetas de los zapatos. Estos buceaban de noche y cortaban cocos con machete. Los miraba y ajustaba mi cuerpo en la arena a la espera de que algún cangrejo extraviado diera un paseo por mi vientre.
Ese día me pregunté a qué sabe la carne de langosta y juré regresar, libre de culpa, a probar esa y otras delicias del mar.
Armónica El Centenario
A los Franciscos
Mi abuelo Francisco pasó los últimos años de su vida en un asilo para ancianos. Recuerdo que mi papá, quien también se llamaba Francisco, guardaba una armónica en el cajón de la esquinera de la sala y únicamente disponía de ella cuando íbamos a visitar a mi abuelo, lo cual sucedía un par de veces al año. Mi abuelo tenía demencia y le costaba trabajo reconocer a su familia, aunque yo a veces pensaba que no era por la enfermedad. Mis tíos le regalaban cigarros Alas y yo debía estar atenta para quitarle el cigarro justo antes de que se consumiera, para que no se quemara aún más los dedos amarillos. Yo era una niña que no rebasaba los diez años y muchos de los ancianos del asilo mostraban entusiasmo al verme a mí o a mis primos, que apenas entendíamos lo que era esa casona gigante con paredes color verde esmeralda y una Virgen de la Luz adornando el comedor. Creo que veían en nosotros el reflejo de sus hijos cuando eran pequeños, o se inventaban nietos imaginarios, o bien, recordaban a esos nietos que sí existían, pero ya no los visitaban. Lo cierto es que mi abuelo apenas nos reconocía, poca cosa recordaba ya de días pasados, pero la memoria se activa de formas misteriosas, y cuando mi padre le ofrecía la armónica El Centenario, mi abuelo la tomaba entre sus manos y después de observarla se la llevaba a los labios y comenzaba a soplar. Nunca he vuelto a escuchar música parecida; jamás he conocido a nadie que toque la armónica con ese entusiasmo frenético. Mis piernas se movían poseídas por el ritmo de un blues endemoniado; mi padre aplaudía, pocas veces lo veía tan feliz, y por un momento aquel lugar triste con olor a orina y humedad se transformaba en un sitio luminoso. La música penetraba en las paredes, subía por las escaleras, se colaba en cada habitación y hasta el viejo más sordo parecía disfrutarla. La fiesta improvisada llegaba a su fin cuando alguna de las monjas del asilo pedía guardar silencio y nos recordaba que los visitantes pronto nos tendríamos que retirar. Una vez en casa, papá guardaba la armónica en su cajón, detrás de los casetes de Cat Stevens y Santana.
Mi abuelo murió un día que no era de visitas. Estoy segura de que esa música, interpretada desde la ambigüedad de la demencia, entre la melancolía y la dicha inconmensurable, continúa resonando en las paredes del asilo.
Arquitectura orgánica
A veces olvido el valor de la tranquilidad. Poco a poco me he acostumbrado al horrible sonido de la bomba de agua destartalada. Aquí las paredes parecen de papel. No me sorprendería que en cualquier momento alguien se recargue y caiga de bruces dentro de mi habitación. El tufo de las cebollas picadas hace llorar al resto de los inquilinos. Cuando atacan los problemas de ansiedad, las cosas se agravan. Procuro familiarizarme con algunos sonidos con humilde resignación, incluso logré ignorar aquellos ruidos imprescindibles: martilleos, llantos de niños, hasta discusiones. El truco está en aislarse dentro de los sonidos propios y molestar de igual manera al prójimo. Podría haber seguido así, inmersa en mi propio silencio, de no haber llegado un mayor distractor. El increíble rechinar de la cama por encima de mi cabeza supera por mucho el ruido de la bomba de agua. El techo desprende pequeños trozos de yeso que caen sobre mi frente y nariz. Reconozco que se trata de un sonido rítmico, casi musical. Me entretengo prendiendo y fumando un cigarro tras otro mientras continúa la feroz odisea jazzística. No deja de sorprenderme la vigorosidad con la que mis colindantes relatan sus historias amorosas. Una salvaje y surtida acción melódica con matices de gemidos y gritos en horas en las que los oídos son muy poco tolerantes.
En otras circunstancias aquel escándalo me hubiera resultado cómico o hasta estimulante, pero la apatía y el anhelo del sueño profundo me hacen arrullar el cigarro entre los dedos y merodear los cansados ojos que flotan en bolsas negras e hinchadas. Creía ingenuamente que aquello no duraría mucho; estaba muy equivocada. Terminé por resignarme, por formar un trío de manera indirecta con mis vecinos, por despreocuparme de los sonidos y sus causas, dejando que el yeso se acumule sobre mi frente hasta formar una pequeña montaña nevada.
En familia
Mamá y yo robamos cosas del supermercado. Hay familias que se reúnen todos los domingos alrededor de una carne asada. Tíos, abuelas y primos que hablan de su último viaje a la playa o discuten quién será el próximo en ir a la tienda por una Coca Cola de litro, pero nosotras, que somos nuestra única familia, jugamos póker los sábados por la noche y robamos jabones, esmalte de uñas y mayonesa del supermercado. Caminamos por los pasillos como lo hacemos por la vida, con la cara en alto.
Los vecinos me juzgan por solterona y a mi mamá la consideran una vieja amarga, pero nada de eso nos importa; hace mucho que cargamos solas el garrafón con agua. Tampoco es que tengamos la necesidad de robar. Es más bien un ritual que nos mantiene unidas. Tenemos nuestra técnica y nos comunicamos con la mirada cuando advertimos la presencia de algún guardia vestido de civil. Fue mamá quien me enseñó a lavarme los dientes y ahora yo la instruyo para identificar las etiquetas que activan la alarma a la salida. Me encanta ver su sonrisa, esa que asoma cuando saca la mantequilla de la bolsa de su chamarra y aplaudo como si acabara de ver un acto de magia. Me gusta verla feliz, aunque la mantequilla se derrita y nunca lleguemos a untarla en el pan que sí pagamos porque es demasiado grande para esconderlo.
Un día mamá encontró a una niña abandonada en un carrito del supermercado. Estaba en el pasillo de enlatados con la cara cubierta de lágrimas. Buscamos a su madre por la sección de carnes frías, por la panadería y congelados, pero no la encontramos. Decidimos llevarla a casa junto con una caja de galletas que nos ayudó a esconder debajo de su cuerpo. Cada vez que regresamos al supermercado la llevamos con nosotras por si aparece su madre, pero en el fondo deseamos que eso no pase. Estamos contentas de tenerla en casa. Jugamos con ella y la llevamos al parque. Disfrutamos viendo cómo se divierte cuando mi madre hace su truco de magia y saca de la bolsa el montón de dulces que robó para ella.
Karla Gasca (León, Guanajuato, 1988). Es licenciada en Cultura y Arte por la Universidad de Guanajuato. Textos suyos aparecen en las revistas Ritmo, Imaginación y Crítica y Tierra Adentro, así como en las antologías Para leerlos todos (2009), Poquito porque es bendito (2012) y Presencial, memoria del encuentro entre colectivos literarios del Seminario Amparán (2021). En 2022 obtuvo el apoyo del PECDA en la categoría Jóvenes Creadores y el primer lugar en el Tercer Certamen de Cuento Corto otorgado por la Casa de la Cultura Efrén Hernández. Es autora de Turismo de casas imposibles (Los Otros Libros, 2023).