Manifiesto sobre el uso de pantuflas en la oficina
Laura Sofía Rivero
Animada por la desazón de estos tiempos burocráticos que desgraciadamente unen a todo trabajador, y por la fe que conservo en todos aquellos que aún creen posible la restauración del alma individual, hago un llamamiento a todos aquellos empleados gubernamentales, oficinistas grises deslavados, obreros sin casco, secretarias decadentes de rímel corrido y al resto de la fauna infinita que habita en reducidos cubículos con hábitos malsanos a abogar por la reforma que me propongo explicar rigurosamente a continuación:
I. Planteamiento del problema
Durante décadas se pensó ingenuamente que la oficina era un sitio nulamente riesgoso. A diferencia de las fábricas y los oficios manuales, pareciera que el escritorio lleva la delantera en cuanto a seguridad se refiere. En la oficina no hay sierras gigantes de metal ni engranes que puedan reducir los miembros a muñones, una cortadura con papel o dedo engrapado se presenta como nimio inconveniente. Sin embargo, nadie imaginó que la silla giratoria fuera
cuna de una enfermedad más terrible, que avanza como víbora cancerosa y nos muerde envenenando lo que encuentra a su paso.
Este mal que aqueja a todo esclavo de la oficina nace en la imposibilidad del ocio. El rutinario transcurso de las horas se repite día tras día como un espeso grumo que crece durante toda la semana laboral. Saber que el sol sólo aparece en la sombra que va tiñendo la pared como una pincelada ralentizada resulta triste para quien sale de casa a oscuras y, en las mismas condiciones, regresa sin que su piel sea tocada por un rayo encendido. ¿Qué mayor enfermedad existe que la melancolía, afección que no se cura con clips gratuitos ni con un arcón navideño de latas y embutidos importados, ni siquiera con un aguinaldo gastado en una casa que ya no se siente como propia por falta de costumbre?
El mayor riesgo del oficinista es su propensión a la tristeza. Supera por mucho a los dolores de las vértebras de la espalda y al síndrome del túnel carpiano. Ninguno de los dos es esa mariposa negra atrapada en un rincón del pecho. La vida privada se minimiza como ventana emergente.
De allí que resulte imprescindible recuperar un poco de la intimidad en el espacio colectivo donde las impresoras industriales no reconocen las incontables manos de quienes las usan. Es urgente rebelarnos en defensa del ocio y del placer. Si bien es cierto que el hedonismo de cada uno termina donde comienza el del otro, también es verdad que a la oficina le hace falta más sensación de retorno a casa, menos grifos de agua comunales donde las bacterias se acomodan con holgura; más sillones mullidos que huelen a domingo, menos comida en tóper calentada en microondas; más confortabilidad de pantufla.
Y debido a ello, sin negar jamás que el trabajo es fuente primordial de nuestros ingresos, reconquistar el tipo de calzado para nuestros pies es dar un primer paso en el sendero de las libertades laborales que dignificarán al oficinista. ¿Para qué hacer esperar a nuestros pies hasta las diez de la noche, si las pantuflas aguardan con disposición absoluta nuestras plantas callosas sin reclamo alguno? Recuperar una mínima parte de la comodidad perdida es lo que necesita el burócrata para reencontrar su decoro. Nuestra humanidad se extiende por los mínimos placeres. Y a ellos debemos volver.
Sí, la vida de cubículo requiere estiramientos y ejercicios para la postura, pero también —y muy urgentemente— unas pantuflas que den reposo, sosiego y dignidad.
II. Antecedentes
Los pies son esa parte del cuerpo que nos mantiene en contacto con el piso. Son la templanza y el símbolo de nuestro andar por el mundo. Tener los pies en la tierra o en las nubes depende, muchas veces, del calzado que se elige. De allí que las pantuflas expresen más que la búsqueda de lo confortable; las pantuflas son la negación del orden y el progreso.
Bien es cierto que todo zapato es ropa, adorno y armadura. Primeramente, merece ser considerado como prenda útil por encima de su carácter estético, pues nuestra condición de homo erectus nos exige proteger aquellas extremidades que ya no se reconocen en las pezuñas ni en las patas acolchonadas. Una de las decisiones más difíciles, aunque nimias, en la vida de cualquier hombre es la elección de unos buenos zapatos. ¿Alguien está dispuesto a calzar un número distinto, a permitir que el arco sea un disturbio en los cartílagos, a usar materiales que rosticen o se incrusten en el pie? Reto a cualquiera a hacer su rutina diaria con unos zapatos incómodos o con unos anteriores al siglo XIX, que no diferenciaban entre derecho e izquierdo. Un zapato sigue cada paso con mayor fidelidad que la sombra infructuosa que jamás alcanza su objetivo y se condena a perseguirlo perpetuamente.
Además de su protección, el zapato es también un dispositivo simbólico. Que nadie se engañe en los diferentes modelos de aparador que aparentarán ser casos fortuitos cuyas diferencias parecieran apelar únicamente al gusto o dinero en el bolsillo. El calzado marca diferencias en el ser humano, tal como la forma de llevar el cabello lo ha hecho desde que el hombre lo cortó para decir con él otra cosa. Hacerlo signo de un algo ausente, implícita comunicación.
No es de extrañar que en la Antigüedad el calzado fuera una manera de indicar la clase social a la que se pertenecía. Sólo el faraón y sus dignatarios podían llevar sandalias. Los grecolatinos descalzaban a los esclavos, pues las chancletas eran estrictamente de los hombres libres. En Roma, el pesado zapato de madera aumentaba el castigo de los criminales forzados al caminar tortuoso que hoy las mujeres abrazan en sus tacones de aguja de doce centímetros, que son una afrenta a la naturaleza y al sentido común.
Si el zapato sólo fuera utilitario, protección pedestre, no hubiera sido considerado un cosmético desde la Edad Media. Si Carlos VIII usaba las puntas cuadradas no era por comodidad, sino para esconder su polidactilia de seis dedos, Godofredo de Plantagenet disimuló la excrecencia de su punta de pie al usar unas polainas, Luis XIV aprovechó el tacón para disimular su baja altura. Si el zapato siempre implica una decisión, ¿por qué no elegir el uso de pantuflas en la oficina?
No hay que olvidar que el calzado es también una postura política e interpretación del mundo. La Revolución Francesa no sólo guillotinó cabezas sino también tacones. Este símbolo de la aristocracia era impermisible en la nueva patria del ciudadano y hombre libre, igual, fraterno. La historia del tacón, que comenzó con los persas a caballo usándolo para afianzarse a los estribos, se extendió a una Europa que buscaba masculinizarse a partir de la copia al oriental indómito y aguerrido. El tacón se extendió entre hombres y mujeres por igual hasta el siglo XVII como muestra de superioridad y estatus. La moda de la época buscó lo incómodo para señalar a los ricos y poderosos que no tenían preocupación por caminar grandes distancias, los únicos que podían darse el lujo de torturar a su cuerpo no obligado a sufrir cotidianamente. Por eso, el revolucionario también hizo de la ropa un estandarte. El zapato a ras del piso fue un manifiesto libertario, como también las corbatas negras diferenciaban a los rebeldes de los reaccionarios bermejos.
De ahí que el usar pantuflas en horas laborales no sea tan sólo un capricho. Las pantuflas que no se ocupan en casa son la liberación de la obligación humana. Acto de rebeldía y de encuentro con uno mismo. La pantufla no tiene otro fin más que la exaltación de un hedonismo perdido en la intimidad y que, a un tiempo, se hiperboliza en la imagen que construimos de nosotros hacia el mundo mediante selfies, actualizaciones de estado y virtualidad. Aparentes interacciones que no dicen mucho de quien las ejecuta, pues igualan democráticamente al usuario de internet hasta desdibujarle el rostro. El oficinista no es un aristócrata de tacones rojos que se pasea por Versalles, sino un obrero confinado al aburrimiento. Como tal, la paradoja lo lleva a mostrarse pulcro a pesar de que nadie lo observa ni se preocupa por él más que en los días de nómina quincenal. La burocracia necesita de la fealdad de la pantufla, soberanía del peluche, cuya figura amorfa instaura el imperio de la comodidad y el reposo.
Estos hombres —en el pasado llamados gutierritos; hoy, godínez; mañana, sólo el futuro lo sabrá— son esclavos de un nuevo imperio romano que les impone un calzado incómodo como el del despotismo ilustrado para que en la oficina ejerzan el derecho del trabajo que todo ciudadano tiene. Este apelmazamiento histórico nos ha conducido a absurdos que nadie se atreve a cuestionar. En mayo de 2016, Nicola Thorp, del Reino Unido, fue suspendida de su trabajo por no usar tacones de cinco centímetros y castigada con un día sin paga. El gobierno discutió si era legal o no exigir a las empleadas el calzar zapatos de tacón alto. Ese mástil mortifica y pervierte la columna vertebral para estirarla y hacer de ella un espécimen digno de mostrarse como ejemplar perfecto con senos que sobresalen y turgentes glúteos.
Es cierto que muchos trabajos sustentan su éxito en la imagen proyectada a los clientes y en la superficialidad de estos tratos. Las pantuflas no tienen cabida en el artificio de los negocios que operan bajo la ley de la manipulación mediante el ojo. ¿Pero qué pasa con aquellas abejas obreras carentes de identidad a las que se les niega cualquier comodidad por más necesaria que esta sea? Seguramente muchos refrenarán su instinto natural de calzarse unas buenas pantuflas por considerarlo un acto vergonzoso. Se ruborizarán por esta modesta proposición porque el placer produce escándalo aunque no sea ilegal, como sí lo es el de un pederasta. No debe existir bochorno alguno que se origine en la dócil pantufla, sino, más bien, la satisfacción de la lucha contra la ignominia y el oprobio mediante un cambio sutil, casi imperceptible e invariable para los grandes corporativos, pero esencial para el hombre producido en serie que trabaja frente a un ordenador.
III. Decálogo
¡Proletarios del mundo, uníos! ¡Usad vuestras pantuflas!
Laura Sofía Rivero (Ciudad de México, 1993). Ensayista y docente. Ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven “José Luis Martínez” 2020 por el libro Dios tiene tripas, el Certamen Internacional de Literatura “Sor Juana Inés de la Cruz” 2017 por Tomografía de lo ínfimo, el Premio Dolores Castro 2016 por Retóricas del presente, entre otras distinciones. Ha sido becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del programa “Jóvenes creadores” del FONCA. Textos suyos han sido publicados en diversas revistas, como Nexos, Tierra Adentro, Letras Libres y Revista de la Universidad.