ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Toluca, una ciudad, muchas ciudades

Azucena Robledo

 

 

I

 

La ciudad estaba en medio de la nada, en un valle entre cerros y colinas. Nadie sabía exactamente cómo nació. Algunos decían que fue fundada por los antiguos señores de la red y que, tras haber sido conquistados, funcionó como campo de entrenamiento para guerreros. Otros afirmaban que no era tan antigua y que su existencia se debía a la llegada de un misionero fugitivo que decidió esconderse ahí. Algunos incluso la proclamaban como la ciudad más importante de una civilización perdida. La verdad es que creció, casa a casa, calle a calle, cada año, lentamente, como los árboles de su alameda.

 

II

 

Al principio eran cinco casas improvisadas con leños y paja; un fuego nocturno las calcinó hasta sus cimientos. Aquellos que lograron escapar a tiempo no sabían si valía la pena quedarse a llorar por las cenizas, mas el viento, susurrando entre las ramas la canción de la laguna, les prometió tiempos de prosperidad. Ellos, amasando barro, boñiga y tierra, construyeron adobes. Día y noche construían sobre los cuerpos aún humeantes, y permanecieron ahí, dejando que sus raíces crecieran.

 

III

 

Mucha gente llegó, sin ruido; venían con el polvo que narra historias de tierras lejanas. Algunos enteros, otros eran retazos que buscaban remendarse. Nuevas casas amanecieron y la modorra se instaló en los atardeceres. Los ojos se cerraban tranquilos por la noche. Un día todo lo conocido desapareció.

 

IV

 

Los religiosos llegaron, trayendo a sus espaldas fardos de creencias que apilaron con piedras y oraciones para edificar una capilla a las afueras. Llegaron extranjeros con reglas; llegaron lenguas y prejuicios; llegaron sombras atraídas por el viento de calma y por la riqueza que la ciudad les ofrecía. Bodas, entierros, nacimientos, asesinatos y duelos, con sus respectivas leyendas para ser contadas por la noche.

 

V

 

La ciudad aún era muy pequeña cuando los tiempos de abundancia llegaron, pero no para todos. No muy lejos se escuchaba el rugido de la guerra, pero los habitantes cubrían sus oídos con la música de la riqueza, y el hedor de la sangre, que de vez en cuando era traído por el viento, fue disimulado con flores y perfumes. Mas la guerra es algo que se mueve veloz, y cuando menos se siente, los ojos están cegados por el polvo y las manos cubiertas de sangre. Era demasiado tarde cuando la ciudad se dio cuenta. La noche fue rasgada por disparos y gritos. Las calles, silenciosas y expectantes, se erizaron con el relinchar y trote de los caballos sobre su empedrado. Jamás habían imaginado tal horror. Y la guerra partió como un suspiro, dejando tras de sí muerte, silencio y cadáveres por enterrar.

 

VI

 

Ocasionalmente los recuerdos eran tan desgarradores que sofocaban por las madrugadas, hacían sangrar los puños y gritaban tan fuerte dentro de la cabeza que explotaban reventando los tímpanos y haciendo sangrar los ojos. Los habitantes trataban de sobrevivir a ellos, pero cada noche regresaban insistentes; horrendas imágenes los mantenían despiertos, con los ojos fijos en la nada, rasguñando las paredes.

 

VII

 

Las pesadillas se escurrían bajo los enormes palacios, debajo de la plaza principal, bajo los Portales, donde la gente veía la vida ocurrir tranquila, como si se tratara de algo ajeno a ellos, sorbiendo sus helados. El vacío hacía nido en lo profundo de la ciudad, dilatando sus narices al aroma de antojitos, elotes y algodones de azúcar. Despertaba con la cháchara de comerciantes rumbo al tianguis y chismorreos de las ancianas tras la misa matutina. La ciudad dormía plácidamente arrullada por el eterno murmullo del viento. Algunas noches la lluvia llegaba con rayos y truenos. En esas ocasiones la ciudad cerraba los ojos tan apretados hasta que las nubes terminaban su lucha y sólo quedaban atrás charcos y el petricor.

 

VIII

 

Una mañana la modernidad llegó como un monstruo enorme con máquinas, fábricas, caminos, autos y radios. Luces cegadoras, música a todo volumen por doquier, semáforos y bocinazos a cada esquina; casas que crecían y se deformaban hasta alcanzar el cielo y llenarse de ventanas. La ciudad se sentía incómoda con los cambios, pero se habituó al nuevo lenguaje y lo aceptó. De alguna manera comprendía que la modernidad es algo pasajero. La nueva gente estaba aburrida e insatisfecha; se movía y reproducía de manera constante. Muchos dejaron sus raíces en las autopistas para llegar a ella. Y la ciudad se convirtió en una ciudad que era muchas ciudades: la de frías noches, con viento aullante chocando contra los vidrios de edificios y susurrando en la oscuridad. A veces somnolienta, pensativa, contemplando rojos atardeceres. En ocasiones, una ciudad de furia callada, que guardaba en lo más profundo de las redes de drenaje sus rencores; la fetidez subía de vez en cuando a la superficie, pero era suficiente con taparse la nariz y voltear hacia el otro lado.

La ciudad se transformó en un lugar aburrido, suspendido en un invariable presente que de vez en cuando zarandeaba con un terremoto cuando amanecía de mal humor. Entonces, como si se tratara de una película, miraba temblar los cristales del Cosmovitral y a la gente salir corriendo de las oficinas. Así, los años pasaban, los cambios eran tan minúsculos e insignificantes que no vale la pena mencionarlos. La ciudad se volvió cada vez más taciturna, ajena a los gritos de niños y mujeres en las madrugadas; sorda ante chirridos de frenos y navajas rasgando vientres con el rostro cubierto, el ruido de disparos y cristales rompiéndose, el desgarro de la tela y la desesperación en lotes baldíos; ciega ante los que eran destrozados bajo las ruedas de camiones; muda ante los que nunca regresaban. La ciudad aprendió a desprenderse de los sentimientos, como una serpiente que muda de piel; a permanecer quieta, como una araña expectante mirando los estragos; a habituarse a los ecos.

 

IX

 

Pronto la ciudad sintió algo que se agitaba en lo más profundo de sus entrañas. Percibía algo resbaladizo y pestilente reptando en la obscuridad, tratando de salir; algo que la enfermaba cada día más, causándole escalofríos y delirios en los que se veía a sí misma cubierta de miembros cercenados, pudriéndose entre metales retorcidos. Delirios en los que veía ramilletes de ojos colgando de árboles calcinados al borde de un río de sangre que fluía, incesante, por la calle principal y que le producía un asco incontrolable. Una madrugada no soportó más: de las alcantarillas surgió un líquido negro y una neblina verdosa que la cubrió hasta el amanecer. Después de mucho tiempo, por fin logró dormir.

 

X

 

Y la muerte llegó. Puede sonar muy simple, mas la muerte es simple. Se quedó en la ciudad con mucha confianza, como si se hubieran conocido desde siempre. La ciudad se mostraba incrédula ante el ruido de ambulancias; los hospitales que día a día se hacían más pesados, apretándole los subterráneos; el humo de los crematorios, que causa comezón dentro de la nariz e irrita la garganta; los pies y autos que la recorrían cada vez más esporádicamente; las pantallas que fueron apagándose, y mascotas que vagaban sin dueño, perdidas. Incrédula ante casas cuyo peso se aligeraba al ir quedando vacías, cubiertas de polvo en su inevitable decadencia. Incrédula ante el tintineo de los vidrios al caer de los marcos de las ventanas y el desgarrador sonido provocado por los fragmentos de pintura al ir desprendiéndose de las paredes. La realidad se transformaba en recuerdos.

 

XI

 

Una mañana despertó tarde y sorprendida. Algo pasaba. Por primera vez, desde su infancia, pudo escuchar el trinar de las aves y el murmullo de árboles al ser acariciados por el viento. La muerte se había ido, dejándola más ligera, limpia. Entonces la ciudad abrió sus entrañas de piedra, metal y huesos blanqueados. Sacudiéndose las calles, escombros y muertos, se alejó, perdiéndose detrás del Nevado. Nadie la ha vuelto a ver.

 

Azucena Robledo (Toluca, Estado de México). Estudió Lenguas. Textos suyos aparecen en diversas antologías, como Retratos de la soledad (Editorial Trajín), Llama de amor viva (Editorial Norte/Sur) y Microcuentos de terror en épocas del coronavirus (Red de Escritores y Escénicas). Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.