ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Toluca underground

José J. González

 

 

Dicen que somos la cara de Toluca que nadie quiere que se vea”, se podía leer en una de las cuantas notas rojas de El Sol de Toluca. El periodista Filiberto Ramos afirmaba que el norte de la capital era de las zonas más violentas. Sin embargo, alguien que ha nacido en esos territorios invisibles podía darse cuenta de que la cosa no es reciente; el cáncer siempre estuvo allí, agazapado en la oscuridad de esas calles de terracería a las diez de la noche, en los bordes de las zanjas que corrían al lado de las veredas y besanas. Filiberto, si hubieras conocido el norte de la capital desde chamaco, entenderías toda la podredumbre y pobreza que hay en esas tierras de nadie.

Filiberto, si hubieras conocido el norte de la capital desde chamaco, entenderías toda la podredumbre y pobreza que hay en esas tierras abandonadas por Dios. Sabrías que meterte a esas calles sin conocer a nadie es meterse a lo pendejo. Te lo digo en serio, no somos la cara bonita de Toluca, somos ese pedazo de mierda que la mayoría pretende ocultar en una minúscula porción de urbanidad que ahora cualquier pedazo de imbécil llama Centro Histórico.

No, cabrón, Toluca también es San Pablo Autopan, San Andrés Cuexcontitlán, San Cristóbal Huichochitlán, Tlachaloya y San Cayetano. Todos estos son lugares que están conectados por caminos terrosos que ni de a chingadas cruzarías de noche. Más allá de las últimas casas que podrías encontrar en El Cajón te toparás con una autopista que pretendió hacer más visible este pedo abandonado, pero ¿sabes qué?: allí, en la penumbra cortada por los faros de los automóviles que pasan hechos la chingada, no hay nada más aparte del Plan Cutzamala. Te lo digo de carnales, Filiberto, si no tienes nada que hacer por acá, mejor ni te metas, cabrón.

 

* * *

 

Cuando naces en el pueblo tienes ciertas ventajas; conforme vas creciendo vas topando a toda la banda de malandros, incluso puedes apostar que muchos de ellos fueron tus compañeros de escuela, otros más, amigos ocasionales con los que echabas la cascarita. Cuando creces, son estos cabrones los que te sacan esquina con los más jóvenes, pues saben que eres del pueblo, que eres la mera banda.

Hay muchas cosas que acá suceden y no salen a la luz; las personas saben guardar los rumores a los foráneos, pues mi gente es desconfiada. Tan pronto ven que alguien llega al pueblo, las ventanas comienzan a tener ojos. Esas comadronas de calle traen y llevan el chisme como pan caliente, saben santo y seña de los que caminan por estos rumbos. San Pablo es una especie de gran ojo que lo ve todo. Nunca hay que jugarle al chingón por acá, nunca sabes quién te para el tren en seco.

A pesar de ser un pueblo de constructores, uno puede percatarse de las casas en obra negra que se levantan a los lados de las calles; en casa de herrero, cuchillo de palo, dicen los más viejos. San Pablo es un pueblo gris que se revuelve en polvo durante febrero y marzo. El río Verdiguel cruza por el pueblo como una gran víbora negra. Los abuelos decían que antes traía agua limpia, pero ahora todo es mierda. En época de lluvias, ese cauce arrastra animales muertos, basura y un montón de chingaderas. La gente que vive cerca de él puede escuchar su rugido cuando baja cargado.

Aún recuerdo cuando en 1990 un morro resbaló a las orillas y no fue encontrado sino hasta las presas que están en Villa Seca. Allí estaba el cabrón, todo inflado de tomar aguas negras. También fue por esos años que se encontraron dos cuerpos varados. Nunca nadie supo si habían sido arrastrados o si se los habían echado allí mismo.

En casos más recientes, en el punto que divide El Capulín y El Tejocote se encontró el torso de una morra que habían arrojado a las orillas del río y que los perros comenzaban a devorar. Espero que ese cabrón de Filiberto haya cubierto la nota.

Cuando eres del pueblo, este nunca sale de ti. Lo que tiene San Pablo es que por más que intentas escapar, siempre terminarás regresando. Allí la banda te esperará, porque los compas no olvidan. Todos los cabrones que conozco han terminado acá; algunos regresan vivos, otros más se mueren lejos, pero tarde o temprano llegan a su casa. Me gusta pensar que esta pinche tierra polvorienta es con la que fuimos hechos y que por ello estamos condenados a regresar.

 

* * *

 

Después de haber salido de la universidad y haberme titulado en una mierda, como la mayoría de mis amigos lo suponía, me moría de hambre por no encontrar trabajo. No fue hasta que me enrolé al cuerpo policiaco. Mis pendejos amigos de historia, rojos hasta la chingada, estaban emputados conmigo. “Son mamadas, Aristóteles”, me decían los primeros años de servicio cuando me los encontraba en la banqueta tomando unas chelas. “Güey, tú eres poeta, no un puto cerdo”, apuntaban los cabrones de letras. La verdad es que me valía un pito lo que dijeran. Necesitaba comer y, para ser sinceros, entre la poesía y la policía, la última me daba para tragar.

Pasé muchos años como activo montado en la patrulla. Mi pinche capacidad de deducción me ayudaba chingos a resolver muchos desmadres. El mundo es un perro tirano, cabrón. Aquí conoces de todo, sabes con quién no meterte dentro de la corporación y, por otro lado, aprendes a quién jalarte. Tuvieron que pasar muchos años para que dejara la patrulla y se me asignara como agente encubierto.

Para algunos compas del pueblo les cayó de sorpresa que de un momento a otro dejara de portar uniforme.

—Le metí tres balas a un pendejo que se subió a asaltar al camión. —Después de esta frase les decía que me habían quitado la placa y me habían dejado sin chamba por el resto de mis días.

No sé si esto era convincente para todos, pero la mayoría se quedaban tranquilos y preferían darme la vuelta. Había cabrones que pensaban que estaba loco y sólo me saludaban a lo lejos levantando la mano. Así pasaron los primeros dos años. Agarraba chamba de albañilería, en temporada de cosecha me iba a la pisca, algunos días pasteaba los animales. Todo el desmadre era parte del montaje. Nadie me dijo que estar de encubierto sería una labor de una o dos semanas. Para este trabajo se requerían meses e incluso años. Poco a poco las viejas comadronas hicieron creíble mi salida del cuerpo policiaco.

Así comenzó mi vida como infiltrado en mi propio pueblo. Me compré un Tsuru, al que le puse luces neón y unas pinches bocinas potentes para apantallar al barrio. Los sábados a media tarde ya me unía a los viejos perros para echarme unas chelas en la tienda. Algunas veces podía escuchar a las abuelas contar que había matado a dos personas por mis puros huevos. Los vecinos sabían que ahora trabajaba en la construcción, así como lo había hecho mi padre, y eso los mantenía calmados.

Estando en el pueblo sabes quién entra y quién sale. A veces la misma banda te dice qué rollo con los nuevos; te dan el pitazo de quién es rata, quién es topo, quién es lechuza y zorro. A los borregos y burritos nadie los toca, pero hay que tenerlos bien vigilados. Conociendo al pueblo sabes muy bien a dónde apuntar y con quién hablar.

Cerca de mi tercer año como encubierto y de no tener muchas pistas, el jefe me pidió investigar otros casos en Ecatepec. La cosa era sencilla: le dije a la banda que me había salido un jale fuera de Toluca. Estos cabrones, como son macuarros, saben que la construcción es así.

Los abuelos supieron que me iría por unos días. “¿Vas a estar mucho tiempo fuera, hijo?”, me preguntó uno cuando estaba a punto de abordar el autobús en la terminal.

—Nel, abuelo; este jale es de chutas y retachas —respondí.

Abordé el autobús mientras me palpaba la cintura buscando mi semiautomática. La tarde de esa ocasión se teñía de ocre y marrón, como si el polvo de las calles y los campos llaneros se levantara. Recuerdo muy bien que estaba algo deprimido porque dejaba atrás mi hogar.

Así pasaron cerca de tres meses. Venía de visita al pueblo cada quince días, siempre con las botas obreras, los pantalones de mezclilla y las camisetas de empresas cementeras. Los compas del pueblo me saludaban y me invitaban a beber con ellos, querían ponerse al tanto de mi vida en Ecatepec. En más de una ocasión les sacaba la vuelta, pues toda la mierda que se vivía fuera del pueblo era más grande e incluso peor, lo que me producía que sintiera repulsión por todas las personas que me rodeaban.

El 13 de julio a las 23 horas, una semana antes de terminar mi asignación en Ecatepec, al fin pudimos dar con el paradero de un múltiple feminicida. Se trataba de un sujeto de más de cuarenta años, moreno y de estatura media alta. Vivía en Jardines de Ecatepec. Esa noche lo acorralamos. Al sentirse en peligro, como un bruto animal, sacó su arma apuntando a uno de mis pendejos compañeros que en ese momento no traía el arma en las manos.

La bala de mi once milímetros le atravesó la cabeza. Lo cierto es que el disparo había sido desde atrás, pues no podía darle oportunidad al cabrón de que apretara el gatillo. Era la vida de este malnacido o la de mi compañero, un joven agente recién integrado a campo.

Algunos compañeros me dijeron que sólo era cuestión de inmovilizarlo, pero, para ser sincero, conociendo el pútrido sistema judicial, sabía que tardaríamos más en llevarlo al ministerio que en lo que se le ponía en libertad. Era muy seguro que las pruebas que habíamos reunido a lo largo de estos meses fueran tomadas sólo como circunstanciales.

Mis superiores dijeron que no podía hacerla de justiciero, que según existe algo llamado justicia, cosa que me sorprendió viniendo de corruptos cerdos vendidos. La única justicia que existe aquí y en cualquier sitio es la que te compra el dinero. Meneses, mi superior, me sacó del caso tan pronto como le fue posible. Hasta donde los medios sabían, yo no existía allí. Mi nombre nunca se pronunció, pues de hacerlo, se ponía en riesgo la investigación de San Pablo.

Algunos compañeros aprovecharon este incidente para decirle a Meneses que a veces había hecho uso innecesario de la fuerza. Quizá lo decían por el día que le di un patinazo en la mollera a un soplón que no quería soltar la sopa; quizá lo decían también por la ocasión en la que le rompí los dedos a un posible cómplice. No, ya sé, quizá lo decían por la vez que le corté los huevos a un violador capturado con las manos en la masa, so pretexto de resbalarme con el cuchillo en mano cerca del perro.

Así como había compañeros que veían en algunos de mis actos un uso excesivo de la fuerza, otros más compartían mis ideales, y en las más de las veces eran estos cabrones los que metieron las manos al fuego por mí. No digo que lo que hacía estaba mal, pero tampoco estaba bien; pero, si nos ponemos a pensar, son criminales agarrados en el acto, ¿qué otras pruebas quieren para condenarlos? Si a un perro le das la oportunidad de huir después de comer huevos, aunque le quemes el hocico, ten por seguro que lo volverá a hacer.

Meneses mandó una carta a Toluca, en la que se explicaba que era un muy mal elemento, con “pésimo sentido ético y moral de las acciones que tienen que ver con la justicia”. Garcés me acogió de inmediato y me reincorporó a la investigación de la que había sido retirado meses atrás.

“Este pendejete se conoce muy bien esas pinches calles de tierra”, dijo. Mi trabajo era sencillo, volvería a estar de encubierto en las calles de mi pueblo. Me encargaría de hablar con algunos viejos conocidos para ponerme al día.

—Ya llevas buen tiempo en tu pueblo, pinche Aristóteles. No te hagas pendejo y entrégame resultados, cabrón —dijo Garcés.

Este güey estaba tras la huella de un grupo de neonazis que empezaban a sembrar el terror en algunas calles de San Pablo, Pueblo Nuevo, San Andrés, Villa Seca, etcétera. El caso era reciente, tenía un año más o menos. Ya sabía algunos detalles de ellos, pero hasta este momento no tenía nada seguro. Antes de que Garcés pusiera el ojo en ello, yo los tenía licados. A todas luces era un trabajo sencillo, tan sencillo que el pendejete de Garcés lo podría haber hecho, pero siendo él un tipo blanco, bien vestido, de choclo lustrado o, lo que es lo mismo, un pendejo policía de gabinete, no podía acceder a los territorios oscuros de una Toluca desconocida para él.

Es aquí donde mi nuevo trabajo comenzaba. Debía investigar si alguien del pueblo sabía algo. “Cuando los chismes son malos, se riegan como agua”, me repetía mientras caminaba hacia mi casa. Garcés me había dicho que por la tarde llegaría a mi domicilio una carpeta con todo lo necesario.

—Mira, Aristóteles, sé que ya llevas buen tiempo en ese pinche pueblo de vacas y nos has dado buenos resultados, pero ahorita deja a los malditos ladrones y asaltantes de Oxxos y concéntrate en estos cabrones.

—No te agüites, cabrón. Déjame hacer mi chamba y los tendrás pronto —respondí.

 

* * *

 

Esa misma tarde llegó lo prometido por Garcés. El animal que me entregó los documentos parecía más un cholo, por lo que levantó sospechas de inmediato entre los compas de la calle. Le invité a caminar hasta la tienda para tomarnos una chela y disimular un poco la extraña escena. El muy bruto me entregó una caja, la cual tomé y aventé al patio. Chema, un viejo conocido del pueblo, no quitaba ojo. Le silbé para que bajara y nos acompañara. Noté que se guardó el filero. Llegamos a la tienda y comenzamos a platicar.

—Quiubas, pinche Che —dije para cortar la tensión que había.

—¿Qué ondas, mi Shub? ¿Quién es el morro? —respondió un poco seco.

—Este güey es un pendejo que conocí de la chamba. Me trajo unas cosas que olvidé cuando me corrieron los ojetes.

—¡Simón, ya waché el pedo! Se ve que el morro no es de aquí.

—Tú tranquis. Este cabrón es banda. Imagina, venir hasta acá para traerme chingadera y media que ya ni ha de servir.

—¡Simón! Esa es la banda, carnal —dijo Chema mientras se acercaba más al cholo.

Notaba en los ojos de mi compañero el nerviosismo por ser descubierto. Quizá era un novato y nadie le había dicho cuál era el pedo de ser infiltrado en esta zona.

—Oye, Shub. Al rato le caes al chante, tengo un par de noticiones de bandita eriza que llegó por acá. Ya don Pancho te dirá qué pedo pasó hace un mes.

—Ya estás, Chema. Al rato te caigo —le dije mientras me despedía—. Vámonos, güey. ¿O quieres quedarte a chupar más? —agregué refiriéndome al cholo.

Una hora más tarde, después de que el cholo se fue y de que me metiera a revisar la carpeta de investigación, me pude percatar de que Garcés iba tras de una banda de chamacos miones que habían fundado un club neonazi. Por un momento sonreí y me pregunté quién chingados sigue replicando esas mamadas alemanas. En la carpeta venían algunas fotografías mal tomadas de morros pelones y casacas de corte militar con sauvásticas.

Lo que nos faltaba en el pueblo: un grupo de estudiantes locos que quieren hacerla de a tos. Pensé que Garcés exageraba un poco respecto a estos payasos; sin embargo, todo cambiaría tras reunirme con Chema esa misma tarde.

Crucé algún par de milpas polvosas hasta llegar donde Chema. Su casa de adobe y teja roja siempre me había parecido tan particular; era de esas enormes casas que en el pasado albergaron viejas glorias y enormes familias. Lo primero que noté al llegar fue que los perros no estaban; era muy raro, pues desde que conozco a Chema, su casa había estado protegida por un chingo de estos animales.

—¿Qué onda, Shub? —dijo Chema desde una banquita cercana al pozo.

—Ya ando por acá, Che —contesté de inmediato mientras me acercaba a él.

—Siéntate aquí, carnal. —Me señaló una pequeña silla casi al lado de él.

Después de ponernos al día, la voz de Chema cambió. Con un tono serio, comenzó a relatarme todo lo que había sucedido en las últimas semanas. Fue por él que me enteré de que estos cabrones neonazis habían ido a buscar a Vicente y cuando lo encontraron le clavaron tres tiros en el pecho. Como era de esperarse, los policías llegaron y se llevaron detenido a Chema porque estaba allí y todos sospecharon de él porque Vicente le debía un varo. Gracias a don Pancho, que pagó la fianza, y a un abogado, Chema salió.

En su declaración en el Ministerio Público, Chema había dicho que cinco pelones se habían bajado de una camioneta y abrieron fuego contra Vicente. Pero eso no era todo, porque después de que salió libre, al llegar a su casa encontró a todos sus perros muertos, desde los más cachorros hasta los viejos que apenas podían pararse. “Los muy pendejos me mataron hasta a mis gatos”, me dijo. “Todos mis perros estaban tirados, despanzurrados y despatarrados”, agregó.

La cara de Chema se mostraba dura y llena de ira. Yo sólo podía pensar en los gatos acuchillados, en los perros baleados y ahorcados. Los podía imaginar tirados aquí y allá. Sentí tanta rabia que apreté la mandíbula.

Para este momento yo sabía que todo esto era por los neonazis; sin embargo, me hice pendejo y pregunté: “¿Con quién tienes pedos, cabrón?”. Chema me dijo que las cosas no habían estado bien desde que los pelones habían llegado. Me comentó que una banda de San Diego Linares también había sido pescada por estos güeyes. Los muy pendejos habían matado a tres de los chavos de los cerros; eran borregos, pero eran banda. Lo más seguro es que trataban de atraer la atención de los grandes, pues los pinches borregos eran intocables. Pero ¿por qué querrían enfrentarse con esa gente? ¿Acaso querían pelear por el territorio? ¿Acaso querían limpiar?

—La vez pasada vinieron a quemar un par de casas, Shub —dijo un poco cansado—. En la noche vi cómo el fuego se levantaba. Los bomberos llegaron tarde. Las arcinas se quemaron completas. Mataron algunas vacas de Cecilia, la güerita.

—Hay que estar truchas con esos putos. ¿Quién más sabe de estos pelones? —pregunté tranquilo.

—César y Juan saben más de ese pedo. Creo que el Cocumo sabe dónde se esconden —sentenció.

De toda la banda con la que debía toparme, el Cocumo resultaba ser el güey más violento. Había sido arrestado más de cuatro veces por putearse a gente nomás porque sí. Siempre me había mantenido a raya con él porque decían las malas lenguas que estaba conectado. La verdad, no sabía si estaba con los grandes o con los polis pesados. Hubo algún tiempo en el que se me cruzó la loca idea de que quizá se trataba de algún otro agente encubierto. Este güey era un maldito, de esos con los que no te conviene tragar ni una cerveza.

Regresé a casa hasta tarde. Tenía que revisar los documentos que Garcés me había mandado y completar la información con lo que yo había investigado. Estaba decidido a encontrar algo que pudiera darme alguna pista de sus intenciones aquí en estos pueblos polvosos y abandonados por la mano de Dios. De lo que estaba seguro era de que estos cabrones tenían armas. Si eran un grupo, debían de seguir alguna estrategia de movimiento, no creía que fueran chamacos improvisados, como me lo había imaginado. Estos cabrones sabían lo que hacían.

Me sonaba muy curioso el asunto de los neonazis en los pueblos ubicados al norte de Toluca; quizá a ello se debía el incremento de los homicidios. Conforme avanzaba en la investigación, pequeños detalles salían a la luz. En más de una ocasión me topé con reportajes del pendejete de Filiberto, quien afirmaba que había surgido una secta extraña que practicaba sacrificios en las canteras. Quizá todo lo que escribía era ficción, pero ¿y si resultaba verdadero? ¿Neonazis practicantes de demoniacos ritos?

 

* * *

 

El día que fui a ver al Cocumo, este me dijo que todos eran unos prietos como nosotros, que de nazis tenían nada. “Pinches güeros color de llanta”, me dijo. Así como lo había dispuesto Garcés en su informe, algunos miembros eran morenos. El Cocumo me confirmó que se paseaban por las calles del pueblo los sábados a partir de las ocho de la noche. Miguel se acercó a nosotros para decirnos que dos días antes habían entrado a la tienda de la Chule y que le dispararon al marido, un güey gordo y güero como Ponciano.

—Se lo agarraron mientras estaba afuera recogiendo sus cosas para cerrar la tienda —dijo Miguel mientras encendía un cigarro viejo.

Todo comenzaba a adquirir sentido: se trataba de unos güeyes prietos dándosela de nazis. Hasta donde Miguel y el Cocumo lo describieron, este grupo no atacaba a morenos. Recordé lo que me dijo Chema acerca de las vacas de la güera. A ella no la asesinaron porque el día que le mataron su ganado estaba en casa de su madrina, doña Juana. El esposo de la Chule era un hombre alto y güero, de rancho, pero güero al fin y al cabo. Vicente, por su parte, era un tipo rubio y blanco que había crecido en el pueblo desde chamaco, porque su mamá lo había traído del norte cuando se vino a Toluca para huir de su esposo.

Todo estaba más claro, el objetivo eran personas que distaran de ser morenas; pero algo no cuadraba: ¿por qué matar a los perros del Chema? La respuesta vino a los pocos días de la boca del Cocumo: “Güey, el pendejo del Chema acuchilló a uno de los pelones. Ya se lo traía vigilado desde que mataron al Vicente”.

Lo que me llenaba de dudas era cómo Chema pudo dar con el paradero de uno de estos cabrones, cuando yo no podía siquiera ubicarlos muy bien.

 

* * *

 

Chema había ido hasta la casa de Jobita a buscar a José. Cuando la mamá de este abrió la puerta, el pendejete del Chema se fue hasta la cocina, donde desayunaba José, quien, antes de que pudiera sacar su pistola, recibió dos piquetes en el estómago. Chema había salido corriendo del lugar, pero Jobita gritaba: “Han matado a mi Josecito, lo han matado”.

¿Era José uno de los morenazis que estaba buscando? Caminé hasta la casa para tratar de hilar todo. “El Sumo Sacerdote Mono Negro, de quien aún no se sabe nada, podría ser el culpable de los diversos sacrificios animales que se han llevado a cabo en la zona norte de la capital mexiquense”. Filiberto había sacado otra nota referente a esa extraña secta, pero no era mi pedo aún. A los putos periodistas hay que creerles la mitad.

El Cocumo y yo fuimos hasta la casa de Chema, pero el pendejo no estaba. Tomé mi cintura para cerciorarme de que llevaba mi arma. El Cocumo desenfundó una 9mm frente a mí.

—No te paniquees, puto; se la quité hace algún tiempo a un cerdo —dijo como para aliviar la tensión.

—Si no lo encontramos primero, los pelones vendrán por él —sentencié.

—Ese güey es un pendejo, me cae que sí. Meterse con esos cabrones está de la chingada.

—Lo que debemos hacer es largarnos de aquí antes de que vengan, porque si no, a quienes los carga la chingada es a nosotros —dije mientras daba la vuelta a la salida.

Salimos de la casa de Chema. El Cocumo jaló para su casa; yo me encaminé para la tienda. Allí estaba Ximena, la hija de Cirila.

—Hola, Xime. ¿Qué tal te pinta el día? —pregunté en tono desenfadado.

—Hola, mi Shub. Pues la neta está pa’l perro —dijo con un tono consternado, la voz se le quebraba—. La cosa se está poniendo complicada. Fíjate que ahora que llegaron esos pinches pelones nadie quiere salir de sus casas.

—No te apures, Xime. Esos cabrones se topan con pared aquí en el pueblo.

—Ojalá que así sea, Shub. —Con una seña me indicó que me acercará más a ella—. No te fíes del Cocumo, algunos dicen que ese güey está tratándose de meter con los morenazis.

Si el Cocumo estaba metiéndose en esas mamadas, era muy posible que el arma se la hayan dado ellos. No es difícil suponer que las 9mm son de uso oficial, lo que me llevaba a pensar que quizá algún alto mando de la policía estaba detrás de este pedo o estos cabrones se la habían pasado asesinando policías.

Esa misma tarde telefoneé a Garcés para preguntar si en estos lugares se habían registrado asesinatos a policías. El muy pendejo me dijo que no sabía nada al respecto, pero que investigaría. No, pues si a leguas se le veía que era un novato en esto de la investigación; ese es el pedo de entrar a puestos chingones por mero palancazo.

En punto de las siete de la mañana del día siguiente recibí una llamada de Garcés: me tenía un registro de asesinatos de policías en la zona norte de Toluca. Me hizo llegar algunas fotos de los occisos; sólo había dos que encajaban con las características que buscaba: blancos y de cabello claro. El primer asesinato se registró dos meses antes de que tomara el caso; el segundo había sucedido en el poblado de San Cristóbal apenas la semana pasada. En estos casos las armas no estaban con los agentes y ambos tenían varios impactos de bala.

Balística no registró ningún proyectil de grueso calibre, lo que de cierta manera me aliviaba, pues esto podía decirnos que aún no estaban trabajando con ningún grupo del crimen organizado, donde el armamento militar es lo más común. Estos pelones estaban empezando o no eran tan pendejos como para meterse con los grandes.

 

* * *

 

No salí de casa durante un par de días. Aunque el Cocumo me había ido a buscar en más de una ocasión, le expliqué que estaba un poco enfermo y que mejor pasaba a buscarlo tan pronto me sintiera bien. Esto pareció apaciguarlo un rato; sin embargo, al cuarto día escuché que golpeaban fuerte la puerta.

—Voy, chingada madre —dije malhumorado.

—Apúrale, cabrón —me respondió la voz de una mujer.

Me coloqué el arma en la cintura.

—¿Quién? —Me quedé en silenció esperando alguna respuesta.

—Si no abres, tumbo la puerta, hijo de tu chingada madre —gritó la mujer.

Me acerqué lentamente a la puerta. Al abrir pude ver a una mujer morena vestida de negro y cabello recogido, de un metro setenta de altura, complexión delgada, ojos cafés, piel apiñonada. No recordaba haberla visto por el pueblo.

—¿Quién chingados eres? —pregunté.

—¿Qué putas te importa, cabrón? —respondió con un tono tranquilo pero de autoridad.

—¿Qué buscas?

—Te buscamos a ti —dijo con determinación—. Así es que te vas a subir con nosotros o aquí valiste madres, maestro.

Por un momento pensé que sabían que estaba acá como agente encubierto. Simulé tener miedo, pero en mis adentros había repasado este escenario más de diez veces. Sabía cómo reaccionar: ocuparía dos balas para neutralizar a la mujer y al conductor; correría a la cocina y tomaría el rifle que está detrás del refrigerador. Todo estaba calculado. Sin embargo, la mujer dijo algo que me tranquilizó:

—Sabemos que eres albañil, cabrón, así es que no la hagas de a pedo.

La simple palabra albañil me tranquilizó, pues no sabían nada de mí. La mujer me tomó del brazo y me jaló al auto, que esperaba con la puerta abierta. Como lo suponía, había un hombre más agazapado en la pared. No hubo necesidad de que me dijeran quiénes eran, sus casacas militares y las choyas rapadas me llevaron a concluir que estos malnacidos eran los famosos morenazis. El Cocumo tenía razón, se trataba de banda morena.

Ixche, como me dijo que se llamaba la mujer, me explicó por qué me habían ido a buscar:

—El pedo es sencillo, cabrón —dijo mientras me miraba a los ojos—. En el barrio se dice que eres respetado. Queremos que te unas a nosotros. No queremos hacerla de a pedo con la raza de bronce. El pedo es con los güeros, cabrón.

Al parecer esta mujer era alguna especie de alto mando dentro de la agrupación, quizá la reclutadora, la lavacerebros, sepa la chingada. Hablaba de una forma que todo parecía encajar en su lugar. Su don de la persuasión era fantástico. Lástima que hubiera elegido el camino equivocado. Podía sacar mi arma, volarle los sesos a los dos güeyes y amagar a esta cabrona hasta que me dijera toda la verdad, pero hacerlo implicaría echar a perder la investigación. Me calmé. Comenzamos a andar sobre la calle que rodea el bordo. Ixche me cubrió los ojos durante poco más de veinte minutos. Quizá sólo daban vueltas para desorientarme, quizá ya estábamos en Villa Seca o en alguna casona del centro de Toluca, nunca lo sabré.

Parecían novatos porque en ningún momento me habían registrado para saber si tenía armas. Me quitaron la venda de los ojos y me encontré en una habitación enorme de piso marmoleado, sin ventanas y con varias sillas al fondo. En una de esas sillas estaba un cabrón que Ixche llamó Hermano Mono Negro. Se trataba de un tipo que portaba una máscara ridícula. Entonces resultaba que las pendejadas que decía Filiberto eran ciertas.

—Bienvenido, Shub. Tu compa el Cocumo nos habló de ti. Nos dijo que eras de confianza.

Xime tenía toda la razón. El malnacido del Cocumo estaba con ellos. ¿Desde cuándo? Por un momento pensé que había ido a buscar al Chema para matarlo él mismo.

Me quedé en silencio hasta que el cabrón continuó:

—El rollo está así: no nos interesa matar gente a lo pendejo, aunque lo parezca. No sé hasta qué punto te explicó Ixche, pero lo que nosotros buscamos es hacer justicia por nuestra raza. Basta de que seamos siempre los perros apaleados por los blancos, basta de que se sientan superiores esos malditos hijos de puta. —Las palabras de Mono Negro sonaban vibrantes, como si fueran pronunciadas por un preparado orador o filósofo, por no decir político.

La intención que tenía era castigar al blanco, que siempre se había salido con la suya, ya sea porque vivía en una situación de privilegio o porque el racismo estructural lo favorecía, incluso con todo en su contra. A decir verdad, los ideales de estos pelones convergían mucho con mi forma de pensar y conducirme. No era que fueran disparándole a los blancos por el puro antojo, no, sino que, como buenos cazadores, elegían a su presa, la estudiaban y después comenzaban la cacería.

Mono Negro me contó de un par de casos de los que se tuvo que ocupar personalmente. Me platicó de un par de jóvenes blancos acusados de violación que habían sido atrapados y puestos en libertad a las pocas horas porque sus padres tenían influencias. Mono Negro se dedicó a cazarlos hasta que, en las afueras de San Cayetano, les disparó a quemarropa. También me explicó el caso del policía asesinado hace un par de días, de quien me dijo que le cobraba a los comerciantes de San Cristóbal una cuota a cambio de protección. A este policía corrupto se le suponían algunos cargos que la fiscalía no quiso tomar por falta de pruebas de los demandantes, quienes terminaban con los locales quemados.

Los casos relatados enmarcaban un sentido torcido de justicia. Mono Negro representaba una fuerza que llevaba a pensar que la única salida era la justicia por cuenta propia. Estos morenazis eran una especie de justicieros organizados. Ellos tomaban la justicia en sus manos, eran jueces y ejecutores. En términos generales no hacían mal, pero tampoco hacían bien.

—Aristóteles, no somos tan distintos —dijo con voz parsimoniosa—. ¿No te has preguntado por qué no te revisamos antes de meterte a esta habitación?

Esa pregunta me heló la sangre. Mono Negro parecía saber que traía conmigo un arma. No se trataba de cualquier cazador furtivo, sino de un cazador vigilante, organizado y metódico. ¿Qué tanto podía saber de mí?

—No te la quitamos porque sabíamos que lo que te acabo de decir te haría pensar si verdaderamente hacemos algún mal o no. Tú mejor que nadie sabes lo podrida que está Toluca. Tú te pareces a mí, ambos buscamos lo mismo: justicia. Pero ¿cómo podemos conseguirla? ¿Cómo podemos hacer que esta se aplique? Olvídate de esas tonterías de las sectas. Filiberto me las pagará en su momento. Aristóteles, ¿o debo llamarte Shub? No creerás en cuentos de ficción, ¿o sí?

De cierta manera las ideas de este cabrón retumbaban en mí. La justicia siempre me había parecido una niña desprotegida que los poderosos manejan a su antojo para su propio beneficio. Eso que nosotros llamamos justicia es sólo una especie de violencia estructural que se aplica al jodido, al marginado, al sucio, al vagabundo… al moreno.

—Vamos a ponerlo más fácil, Shub —dijo Mono Negro con cierta calma—. ¿Qué dirías si te asegurara que aquí conmigo tengo al político que no permitió que uno de tus casos continuara?

Esa pregunta me sacudió por completo. Ahora más que nunca me daba cuenta de que este pendejo me había estado observando desde el principio. Nadie fuera del cuerpo de investigación sabía que yo estaba en el caso de los secuestros. Mi rostro nunca salió en los periódicos, nunca se pronunciaba mi nombre. ¿Cómo era posible que este maldito supiera esto?

—Ixche, ¿puedes traer a nuestro pequeño amigo?

Del fondo de la habitación salió Ixche con un sujeto encapuchado. No podía distinguirlo del todo por la mala iluminación.

—Déjame decirte, Shub, que conseguir este premio para ti no ha sido tarea sencilla. Estuvimos tras él durante muchos meses hasta que lo capturamos. Ya sólo era necesario que tú llegaras a Toluca y, entonces, nuestro romántico encuentro tendría que darse de manera inevitable.

Las palabras que utilizaba Mono Negro sonaban tan misteriosas y profundas que parecían adormecerme en una especie de hipnotismo.

—Ixche, muéstrale, por favor, nuestro presente a Shub.

En el momento que Ixche retiró la bolsa de la cabeza del sujeto que estaba arrodillado a mitad de la habitación, la sorpresa que me invadió me hizo tambalear. Ante mis ojos se descubría la presencia bonachona de Raúl Garcés Estrada, primo hermano de Garcés, el tipo que me había reclutado para esta misión.

A Raúl Garcés lo había topado en más de una ocasión por mera casualidad. Dentro del mundo de la política era conocido por las grandes sumas de dinero que donaba a las asociaciones de niños en espera de trasplantes de órganos. Los periódicos amaban a este sujeto; siempre estaba en los titulares por sus obras en beneficio de los niños. ¿Cómo era posible que Raúl Garcés estuviera frente a mí?

—Seguro lo reconoces, Shub —dijo Mono Negro—. Pero no te dejes conmover, porque este maldito es la cabecilla de un grupo de malnacidos que secuestran niños para tráfico de órganos. ¿No te parece curioso que por un lado ayuda a los pequeños, pero por el otro los ve como mera mercancía?

Si todo era cierto, Raúl Garcés fue el político que impidió que los culpables que detuve hace algunos años llegaran a pisar la cárcel, pues de haberlo hecho, ellos lo hubieran incriminado y eso no le convenía a su buena imagen.

—Quizá estás dudando, Shub, pero ¿no es raro que su primo hermano te haya encomendado la tarea de capturarnos? Y eso no es todo, tenemos un regalo más. Tenemos a un viejo conocido que estuvo cometiendo un par de actos detestables en tu pueblo para que creyeras que somos unos criminales. Shub, nosotros amamos a las vacas y gatos; asimismo, no tenemos necesidad de matar perros o de quemar el zacate de tu gente. Este tipo y José, otro conocido tuyo, se hacían pasar por nuestros hermosos hermanos. Engañar trae sus consecuencias, Aristóteles. Engañar es el primer paso para crímenes mayores. Los niños necesitan ser reprendidos.

Ixche apareció con un segundo encapuchado. Esta vez el talante me parecía conocido. Raúl Garcés se había orinado en los pantalones. Ixche descubrió al segundo hombre ante mí. Se trataba del Cocumo.

—Estos malditos son del mismo bando, Shub. Si no, que te lo diga tu mismo compañero.

El Cocumo lloraba para convencerme de que todo era un malentendido. Trataba de decirme que no conocía a Raúl Garcés ni a su primo hermano, pero Raúl, para salvar su vida, dijo que el Cocumo se había entrevistado en más de una ocasión con su primo. El pedo era no dejar cabos sueltos cuando yo me hubiera encargado de desarticular a la supuesta banda de neonazis. La tarea del Cocumo era eliminarme. Todo estaba calculado desde un principio. La supuesta justicia volvía a mostrarse ante mí como una difusa sombra.

—Ixche, por favor, permite que Shub pueda levantarse de la silla.

El sonido del tren podía escucharse. Mono Negro permaneció sentado, cubierto por una enorme túnica negra. No sabía qué estaba pasando detrás de esa máscara que portaba. No sabía qué chingados ocurría en la mente de este cabrón.

Ixche me desató. Miré fijamente a Mono Negro, luego a Raúl Garcés y al Cocumo. Ella caminó hacia atrás y cerró la enorme puerta de madera a sus espaldas. La luz de la sala era fría y, más allá de iluminar, parecía que todo lo bañaba de una espesa cortina que no permitía que pudiera respirar tranquilo.

—Cortar la hierba para salvar el trigo —sentenció Mono Negro.

Lo más seguro es que Filiberto Ramos escriba sobre esto. En fin, me llevé la mano a la cintura buscando mi arma, la levanté con sumo cuidado y disparé a la frente de Raúl Garcés y a la frente del Cocumo. Presentí una ligera sonrisa en los labios del Mono Negro.

—Cortar la hierba para salvar el trigo —volvió a decir.

Sin esperar más, volví a levantar mi once milímetros y disparé en tres ocasiones a quemarropa sobre aquella hórrida figura que estaba sentada al fondo. Me acerqué a Mono Negro y al momento de querer descubrir quién estaba allí, la túnica y la máscara cayeron revelando un asiento vacío. No había ventanas ni puertas abiertas; allí no quedaba nadie más que yo y una última bala. Sin lugar a dudas, el pendejo de Filiberto tendrá que escribir sobre esto.

 

José J. González (Toluca, 1989). Licenciado en Letras Latinoamericanas por la UAEMéx. Es gestor educativo, docente de preparatoria abierta e integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.