ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Víctor Arta (Ciudad de México). Estudió Diseño e Ingeniería Bioquímica. Es autor de “Las buenas costumbres” (Periferia de Escribidores Forasteros, 2018) y “Mi pequeño Chernóbil”, de próxima publicación. Ha colaborado en Tres Pies al Gato, Algarabía, Distintas Latitudes, Escrituras Mecánicas, Aleteo Poético, Ovaciones y Revista Hoy. Es integrante del taller de poesía de la revista Grafógrafxs.

 

TOM SAWYER

 

Aquella tarde me remangué la pierna derecha de los jeans y me subí a la bicicleta para recorrer las viejas calles de la colonia, como preludio de un ritual de fantasía aeronáutica que repetí cientos de veces desde aquel 1986. 

Mi bicicleta era un potente avión que conducía por las pistas de rodaje de algún aeropuerto. Me enfilé hacia el inicio de la larga avenida que cruzaba la colonia de un extremo al otro. Detuve mi nave justo al centro de aquella pista por unos segundos mientras revisaba que todos los sistemas funcionaran correctamente. En el instante decisivo di máxima potencia a las turbinas, liberé los frenos y alcancé de un certero latigazo con mi mano derecha el botón play de mi walkman. Las notas eléctricas de Tom Sawyer se clavaron como alfileres en los nervios correctos y dispararon el vertiginoso pedaleo que en pocos minutos arrancaría de la tierra a mi ligera pero poderosa bicicleta, remontando el aire al ritmo que dictaban las baquetas del magnífico Neil Pert. 

Una vez establecida la velocidad de crucero, mi piloto automático mental me permitió disfrutar del viento en el rostro, del sol en los ojos, de las nubes en el estómago. A pesar de las decepciones y la incertidumbre del futuro, el principio más básico de libertad e independencia subsistía para mí gracias a esos vuelos al mundo exterior donde la luz y el calor inciden sobre todos los seres, sin distinción. 

Lo del vuelo era una obsesión que venía de días muy anteriores. Cuando niños, los amigos de la cuadra y yo discutíamos cuál era el mejor superpoder. Para mí el ganador indiscutible siempre fue volar, más que la invisibilidad o la visión de rayos equis. Volar era el tema más común en los sueños de ese tiempo y, por supuesto, caer al vacío era la contraparte favorita en mis pesadillas. En la adolescencia hubo una época en la que llevé una bitácora detallada con la hora y el tipo de aeronaves que pasaban por mi casa. Era inevitable escuchar el fuerte estruendo de los aviones en su ruta de aterrizaje rumbo al aeropuerto, justo por encima de la colonia Narvarte, al grado de no poder escuchar ni siquiera el sonido de la televisión. 

Querer volar era quizás una metáfora de mi deseo de escapar de la aburrida vida en casa de mis padres. A lo largo de los años el espacio familiar se fue transformando en un lugar árido y para cuando entré a la universidad ya habíamos ganado un lugar en el paraíso de las familias disfuncionales. Ana, mi madre, tenía un carácter explosivo, una furia contenida de años que afloraba a diario en peleas por el alcoholismo de Manolo. Yo procuraba no estar en casa la mayor parte del día para evitar esos enfrentamientos entre mis padres. Mi hermana también vivió lo suyo y no pocas veces las escenas trascendían de lo mero anecdótico a los terrenos de la comedia de terror, como aquella vez que Sofi se negó a obedecer la orden materna de permanecer en casa. 

“¡No estás en edad de estar saliendo con novios, lo tuyo debe ser terminar tus tareas, estudiar y obedecer a tu madre!”, pontificó Ana, parada de frente a mi hermana, ambas de pie a cada lado de la mesa del comedor. “¡Como si tú no hubieras tenido novio a mi edad, esto es una injusticia, además no estoy pidiendo permiso, sólo te estoy avisando!”, rezongó Sofi y cerró con fuerza la libretita en la que había estado escribiendo garabatos y poemas mientras comíamos. “¡A mí no me vas a faltar el respeto así, pinche escuincla, te me vas ahorita mismo a tu recámara y ni se te ocurra verme con esos ojos de loca!”, dijo Ana tronando los dedos con un desdén de diva hollywoodense. “¡Quién me lo va a impedir! ¿Me vas a amarrar? Ya soy mayor de edad, así que me voy, ¡no me esperen hoy, que no me da la gana estar en esta jaula!”, sentenció Sofi e hizo un movimiento breve como de retirada, pero Ana se movió justo en ese sentido, también tanteando el terreno y dejando claro que su intención era bloquearle el paso. En ese momento Sofía hizo una finta para un lado y luego salió corriendo en el sentido opuesto alrededor de la mesa. Ana tomó el cuchillo de su plato y lo empuñó punta arriba por encima de su cabeza, mientras corría tras de Sofi gritando: “¡De aquí no te vas! De eso me encargo yo, malagradecida. Pero ahí estoy yo cumpliéndote todos tus caprichos, matándome para conseguirte el vestido que querías para tu graduación, pero se acabó, se les acabó su pendeja a ti y a tu padre. ¿Me entiendes? ¡Se acabó!”.

Sofi se encerró en su recámara y gritaba mentadas y consignas sobre la doble moral que se vivía en esa casa, que le iba a contar a todo el mundo que su mamá la había perseguido con un cuchillo y que eso no se lo iba a perdonar nunca en la vida. Ya entrada la noche, Sofi se escapó por la ventana y no supimos nada de ella durante dos días. El día que regresó yo había ido a la universidad toda la mañana, así que no me di cuenta del momento exacto de su llegada. Cuando volví a casa cerca de la hora de la comida mi padre estaba a la mesa del comedor con un vodka en la mano. Me hizo una seña con la otra mano de que alguien estaba en la casa y en ese instante me di cuenta de que se escuchaban voces apagadas desde la recámara de Sofi. Fui a asomarme mientras Manolo balbuceó algo inentendible que ni me esforcé por adivinar. 

Mi hermana estaba sentada en su cama llorando y mi madre en cuclillas frente a ella limpiando con una toalla lo que parecía ser un raspón en el brazo. Me acerqué más y pude ver con claridad varias heridas pequeñas que Sofi tenía en la cara y el antebrazo. ¡Eran vidrios!, vidrios de un accidente de coche. “Sal de aquí, déjame con tu hermana un rato”, ordenó Ana, en un tono bajo, no tan seco, sin dejar de ser imperativo. Antes de salir alcancé a ver un plato en el que mi madre estaba colocando los pequeños fragmentos de vidrio que quitaba de la piel de Sofi. 

Aunque entendí que la situación no era de vida o muerte, no supe cómo reaccionar, estaba confundido por la imposibilidad de estar en la habitación de mi hermana, al menos en ese momento en el que quería preguntarle todos los detalles de lo que había pasado. Tampoco me sentía a gusto en el comedor o la cocina, que ocupaban un espacio común, a pesar de que moría de hambre. No quería estar con Manolo escuchando sus tonterías de borracho. Me sentía un extraño en casa. Mi habitación era un lugar más donde no tenía sentido permanecer, pues las cosas importantes estaban sucediendo más allá de sus fronteras. Me resigné a no comer y me negué a callarme ante la tensión que se respiraba aquella tarde. Entré de nuevo al cuarto de Sofi. “¿Quién te hizo esto? ¡Fue el pendejo de Rubén, verdad? ¿Qué chingados pasó? ¿A qué hora llegaste?”, dije, dando cauce a las preguntas. Sofi rompió en un nuevo sollozo. “¡Deja a tu hermana en paz! ¿Qué no vez que está traumatizada? Mejor ayuda en algo y trae más algodón del botiquín de mi cuarto,” dijo Ana acongojada mientras se secaba el sudor de la frente con el antebrazo. “¿Y no has pensado llevarla a un hospital? ¿Qué tal que tiene heridas internas?”, insistí. “¡Con una chingada, ve por el algodón, ya la vio Ismael, el vecino! ¡Está bien, sólo algo desorientada, está choqueada, pues, tráeme el algodón ya!”, gritó Ana desesperada, mientras señalaba su recámara. 

Ismael vivía frente a nosotros. No era precisamente doctor, más bien era dentista, tenía su consultorio justo en la parte baja de su casa, pero supuse que algo sabría de medicina. Corrí por el algodón, pero antes me desvié rápido a la cocina por un pedazo de queso, una rebanada de jamón y una pieza de pan. Me metí el queso y el jamón juntos en la boca y le di una primera mordida al pan. Manolo estaba cerca y opinó algo parecido a que no debía alimentarme así y que me sentara a la mesa a comer como la gente. ¡Pasumadre!, pensé (¿o dije?) y continué mi camino de ayudante de enfermería. 

Sofi tardó unos días en dirigirnos la palabra, estuvo “zombificada” por decirlo así. No en el sentido de los zombis que devoran personas. Más bien estaba ida, como los zombis haitianos de aquella película en la que un hechicero vudú les roba el alma y la guarda en frascos. De a poco me fue contando lo ocurrido. Se había puesto de acuerdo con Rubén, su novio, para pasar la noche con él. Fueron al cine a ver una película: Top Gun. Saliendo, Rubén decidió pasar a casa de unos amigos porque estaban festejando un cumpleaños, supuestamente era cosa de un rato nomás, pero la visita se extendió mucho más de lo esperado. “Ni modo de no festejarle al Gori” o Goyi, algo así era el nombre del amigo. Total que todos estaban muy bebidos, incluyendo Rubén, que apenas podía sostenerse en pie. Sofi le preguntó al Gori si la podía llevar a su casa. Este le dijo que sí. Ya muy entrada la madrugada se subieron a la camioneta del papá del Gori (los papás no estaban, se habían ido a un viaje a Marsella). Subieron a Rubén en calidad de bulto e iban otros dos amigos más. Apenas llevaban un par de minutos de haber arrancado cuando alguien opinó que sería bueno pasar con una señora que conocía en la Marquesa que vendía “quecas” y caldos a esas horas, para bajar la peda. Sofi se confió a su suerte con la promesa de que regresaría a casa en relativamente poco tiempo. Justo a la mitad del camino un coche los embistió por detrás y el auto patinó, dio vueltas y más vueltas. Todo se oscureció y Sofi no recordó más entre ese momento y la llegada del papá de Rubén ya casi al amanecer. 

Desde lo alto distinguí las luces de la pista de aterrizaje. La música seguía sonando a un volumen tan alto que los tonos bajos hacían distorsionar un poco los audífonos naranjas sobre mis oídos. Alineé la bicicleta en el sentido de la pista y comencé el descenso, con los flaps totalmente extendidos. Me aseguré de que no hubiese tráfico frente a mí para picar en definitiva la nave de vuelta a tierra. El primer rechinido de contacto, luego el segundo, esa velocidad frenética, aunque en franca desaceleración, me permitía ver la vida en perspectiva. Todo es más dramático cuando lo tenemos cerca. A la lejanía uno parece flotar, aunque en realidad eres un bólido. Apagué la música y me dirigí a casa por las mismas calles de siempre.