Vanessa Balderas Guadarrama (Toluca, 1982). Estudió la licenciatura en Lenguas en la UAEM. Actualmente estudia la licenciatura en Creación y Estudios Literarios en el Centro Morelense de las Artes. Es autora del cuento infantil Yaocihuatl (UAEM, 2015) y en 2017 fue beneficiaria del PECDA en la categoría de literatura. Fue incluida en las antologías Se hacen amarres… de amor propio (Acuarela Humanística, 2021) y El Monstruo moderno. Antología del taller de narrativa de Grafógrafxs (Grafógrafxs, 2021). Es integrante del taller de narrativa de Grafógrafxs.
EL HOMBRE BÚHO
Los rayos del sol iluminan el manto azul que cubre al mar. Mientras las olas se estrellan con violencia contra las rocas, una brisa cínica entra por la ventana. El Hombre Búho sale al balcón. Como un ritual, se sienta en una vieja silla de madera, bebe una taza de café y observa cómo los barcos arriban al puerto.
El Hombre Búho es popular en aquel lugar, a pesar de que casi nunca está en casa y jamás habla con nadie. Han surgido muchas historias alrededor de él: algunos dicen que está loco; otros, que quizás es un matón.
Todas las mañanas, después de tomar su café, el Hombre Búho se prepara para ir al trabajo. Sale de casa, camina a lo largo del muelle hasta encontrase con un viejo ferry de color gris, el cual lo lleva, al compás de una danza, a otra isla.
Quienes lo han visto actuar saben que el Hombre Búho deja un pedazo de su espíritu en cada vuelo.
Algo sucede con el Hombre Búho cuando pisa el escenario de aquella isla. Llega a su camerino y abre un pequeño ropero, donde guarda lo más preciado que tiene: un traje de plumas negras brillantes. Lo toma con delicadeza, recorre con sus manos cada uno de los pliegues, mete un brazo, después el otro, y cierra con mucho cuidado cada uno de los botones.
Se sienta frente al espejo. Se mira fijamente. De un estuche metálico, toma pinturas con las que cubre cada detalle de su rostro hasta perderse y hacerse uno con el plumaje; por último, se pone una máscara, con la que oculta su cabello oscuro y sus ojos.
Siempre alguien toca a su puerta y le indica que ha llegado el momento. Se mira por última vez en el espejo y sale. Un escenario lleno de vegetación y el azul turquesa que pinta el mar es el espacio perfecto que acompaña su acto. Un silencio espeso se hace presente y de pronto los tambores comienzan a palpitar. Entonces el Hombre Búho deja de ser hombre para convertirse en un ave mítica que danza y es inmortal. Ya nada importa. Después de elevarse y viajar por las estrellas el Hombre Búho aterriza y el golpe seco de su cuerpo sobre la duela regresa a todos a la realidad. Hace una reverencia, sonríe y se retira silencioso, mientras que el público estalla en aplausos.
ELLOS SON
Tumbada en el pasto del jardín de su casa, Mía observaba las nubes esponjosas para hallar entre ellas distintas formas de animales y crear historias de cómo estos habían llegado hasta el cielo. De pronto, el llamado de su madre la distrajo.
Sin pensarlo, Mía se levantó de prisa y entró a su casa. Una sensación extraña le recorrió el cuerpo, algo raro estaba pasando. Sentada en el sillón de la sala, se encontraba su mamá. Mía sabía que cuando hacía eso era porque tenía algo importante que explicarle. La miró a los ojos y con voz seria señaló que por unos días no iría a la escuela, debido a que un bicho se había escapado de un laboratorio en un país muy lejano y que este enfermaba a todas las personas.
Mía escuchaba atenta cada una de las palabras que su mamá le decía, pero las únicas que retumbaron en su cabeza fueron “no irás a la escuela”, así que, con una gran sonrisa, respondió: “¡Perfecto!”. Luego se apartó corriendo.
Mientras se alejaba, sólo pensaba en lo afortunada que era y en el tiempo libre que tendría para jugar, ver las nubes e inventar cosas. Mía ignoraba lo que vendría.
Los primeros días de estar en casa fueron increíbles. Hacía mucho tiempo que Mía no estaba con toda su familia reunida, ya que su papá trabajaba horas en la oficina y sólo llegaba por las noches a cenar y a ver televisión. Su mamá pasaba todo el día encerrada en la cocina lavando trastes o viendo su celular, esperando feliz a que llegara su esposo. El hermano mayor de Mía nunca estaba en casa, pues lo que más le entusiasmaba era andar en la calle con sus amigos. El abuelo casi siempre se encontraba encerrado en su cuarto viendo las noticias o leyendo el diario; salía sólo cuando era hora de comer. Ahora todo eso ya no importaba porque la vida era diferente.
Con la llegada del bicho las cosas habían cambiado: todos comían juntos, contaban historias, reían, veían películas. La situación era perfecta; parecían días de vacaciones. Sólo el papá de Mía salía algunas veces a comprar víveres. No podían salir todos, porque podrían infectarse con aquel bicho.
Así corrieron las semanas en casa entre juegos y risas que poco a poco se fueron apagando con la monotonía. Una mañana un estruendo que se escuchó en la cocina despertó a Mía. Bajó las escaleras sin decir palabra y lentamente se asomó por la puerta: era su mamá que azotaba los trastes y hablaba sola con la respiración entrecortada, decía: “¡ya estoy harta!”. Mía la miraba en silencio. Cuando su mamá se percató de su presencia, con una voz atroz e imponente le gritó que en vez de estar ahí parada mirándola se pusiera a hacer algo, que se apresurara porque la maestra de la escuela le había mandado tarea y no dejaba de fastidiarla con miles de mensajes para que enviara sus evidencias y se pusiera a estudiar. En ese momento la mamá de Mía tomó una sartén y con un grito aterrador, los ojos desorbitados y las piernas amorfas, comenzó a transformarse; su único objetivo era comerse a sus hijos. Lágrimas rodaron por las mejillas de Mía. Mamá ya no era mamá, sus ojos estaban rojos y su piel se cubría de un pelo negro muy áspero, puntiagudo.
Mía comenzó a temblar y salió corriendo de la cocina a buscar consuelo con su padre, quien se encontraba en su oficina. Al verla llorar le dijo que dejara de hacer berrinches, que suficientes problemas tenía ya con su trabajo y las cuentas de la casa como para atender sus caprichos. Mía, abriendo los ojos muy grandes, no podía creerlo: su papá también se estaba transformando en un horrible monstruo que no dejaba de ver el monitor de su computadora con la boca abierta, mientras una baba viscosa y nauseabunda le escurría sobre el pecho cada vez que tecleaba, con unas grandes garras que salían de sus manos, cada uno de los botones sin poder detenerse. En ese momento su mamá entró a la habitación y comenzaron a discutir. Entonces enormes colmillos sobresalían de sus bocas y gritos ensordecedores de color escarlata retumbaban en la habitación. Ambos repetían frenéticamente la palabra “dinero”.
Mía, sin comprender lo que estaba pasando, fue a buscar a su hermano, quien al verla en la puerta de su cuarto, como un toro con grandes cuernos la empujó tan fuerte que perdió el equilibrio y cayó. Alcanzó a escuchar a lo lejos un “¡lárgate!”, al tiempo que se azotaba la puerta. Ya era demasiado tarde, él tampoco era su hermano.
Desesperada y triste ya sólo contaba con una opción: buscar a su abuelo. Al entrar en su habitación pudo observar que en la cama donde solía dormir había un enorme animal peludo de color gris que no paraba de llorar. Mía ya no hizo el intento de acercarse, fue directo a su cuarto, abrazó con fuerza su osito de peluche e intentó dormir con la esperanza de que todo hubiese sido una terrible pesadilla y que cuando despertara las cosas estarían bien.
Pero nada fue así, los días continuaban y todo era peor; los monstruos seguían creciendo cada vez más, constantemente se alimentaban de gritos, insultos, golpes, tristezas y reclamos. Mamá y papá no dejaban de gruñir. El eco de platos y vasos estrellándose en el piso retumbaba por toda la casa todos los días. Los lamentos de su abuelo eran cada vez más fuertes; parecía que nadie lo oía, sólo Mía, que intentaba con sus manos tapar sus orejas para no escucharlo más. Su hermano, desesperado por estar encerrado, rasguñaba las paredes de su habitación con sus grandes cuernos.
Mía se ocultaba en el ropero de su cuarto y esperaba hasta que llegaba la noche para salir y no escuchar las aterradoras disputas de los monstruos. Mía tenía miedo.
Después de tantas noches sin poder dormir, cansada de llorar y de escuchar regaños violentos todo el tiempo, Mía comenzó a idear un plan, pues aquella casa ya no era su casa. Todas las cosas bellas que la componían habían quedado en un recuerdo que se diluía con cada golpe.
Una noche después de pensar en un sinfín de opciones para poder salir de aquel lugar, Mía decidió escapar por la ventana. Buscó entre todas sus cosas su tesoro más valioso: su osito de peluche. Miró de reojo por última vez lo que en algún momento llamó “hogar”. Abrió la ventana y observó la calle desierta. Prefería morir a causa de un bicho que vivir con los monstros que no son otros, sino ellos.
Nota
Pertenecer al taller de narrativa de Grafógrafxs es una de las mejores experiencias que he tenido, ya que me ha dado la oportunidad de conocer nuevas propuestas literarias, así como enriquecer mis textos mediante las opiniones de quienes participan en él.