Vendrán cosas mejores
Daniel Centeno
Mis amigos gastaban dinero en muchas cosas, pero no podían permitirse un terapeuta. Ahí entraba yo. Les canté que no había dado terapia nunca ni estudié psicología para atenderlos, pero no les importó: querían ayuda y no podían pedírmela como amigo, porque como amigo iba a aconsejarlos y ellos no querían consejos.
Como todo lo demás falló, les dije que no podía ser su terapeuta porque era su amigo, pero ellos no sabían nada de ética. Dijeron que era un invento.
Todas las cosas son un invento, les respondí.
Las flores no son un invento, cuchichearon a coro. Tampoco la Tierra. ¿Vas a decir que la Tierra es un invento?
Alejandro incluso se atrevió a decir:
Alguien que cree que la Tierra es un invento no puede ser mi terapeuta.
Los demás asintieron.
Así que tuve que ser su terapeuta.
La mayoría de ellos no sabían los nombres de los otros hasta que una tarde, con la excusa de una fiesta sorpresa que iban a hacerme, me recibieron en un salón lleno de sillas puestas en círculo, en donde estaban sentados.
¡Sorpresa!, dijeron.
En lugar de una lona con un ¡Felicidades!, encontré una que decía ¡Terapia!
Así que aquí estamos, pensé, escuchando a mis amigos; no como si fueran ellos mis amigos, sino otras personas, desconocidos que me estaban pagando, aunque no iban a pagarme nada.
¿Y qué se supone que coma luego de estas sesiones si no traigo dinero?, les dije una vez, esperando remover un poco sus conciencias.
Yo traigo galletas, respondió Jessica.
No te hace falta comer, sino hacer dieta, dijo Alejandro.
En el fondo siempre he sabido que me quieren; tanto me quieren que confiaron en mí para algo tan importante, como es su salud. Pero yo no podía hacer mucho por ellos.
Además de ser mis amigos, tenían algo en común.
La gente no debería de andar por ahí enseñando sus mocas, cuando son una cosa tan privada, dijo Alejandro.
Luego Jessica: Qué asco, no toques cosas ajenas si no sabes dónde han estado.
Pero como Alejandro no puede estarse callado, por supuesto, añadió: ¡Pero si ya todos sabemos dónde estuvo! ¡En la muerte!
Así se comportaron todo el tiempo durante la primera sesión.
Son todo un tema, las mocas. Para ellos lo eran especialmente. Algunos las aceptan mejor que otros.
Jorge también iba a las sesiones, más por acompañarme que por necesidad. Él había llegado a mi fiesta sorpresa pensando que de verdad era una fiesta, o eso me dijo en cuanto lo vi. Cuando se dio cuenta de qué se trataba, se quedó conmigo. En las sesiones permanecía callado y prestaba mucha atención a todo el mundo, pero sobre todo me miraba: era su único amigo de entre todos ellos y su único amigo en general, como una especie de reiteración afectiva.
A la salida de la primera sesión, se pegó a mi hombro muriéndose de la risa y me dijo:
Tus amigos están locos y tú no podrás hacer gran cosa por ellos. ¿Sí lo sabes, verdad? Necesitas estar bien tú primero.
Por supuesto que yo sabía que estaban locos, y si no lo supe hasta ese día, ya era imposible ignorarlo. Se habían puesto gafetes a tono con la fiesta y con la terapia grupal. Se pararon y dijeron sus nombres, luego los repitieron en coro como si se tratara de un grupo de alcohólicos anónimos.
¡Así no es la terapia grupal!, les había dicho.
Pero ellos ya tenían su propia visión de la terapia y no iban a dejar que yo interfiriera. Era todo un teatro, por supuesto; pensé que no duraría más de una sesión. Incluso creí que había sido una especie de broma en honor a mi cumpleaños, como el gran chiste que resultaba que mi vida fuera un desastre mientras me dedicaba a ayudar a otros.
Ya lo sé, ya lo sé, le dije a Jorge.
Luego de la primera sesión me invitó a cenar una hamburguesa y una cerveza, que empiné a mordidas y largos tragos como si fuera mi última cena. A lo mejor estaba por morirme y no lo sabía. Era posible que aquella escena hubiera sido el sueño que tienen los muertos antes de extinguirse: un gran grupo de apoyo que acaba por hundirte, como para que no te quepa duda de que ya te vas.
Pero Jorge y yo sabíamos la verdad. Ambos habíamos estado ahí. En la muerte no hay ningún grupo de apoyo, ni siquiera personas. Sólo objetos. Si las personas intervienen, es sólo gracias a lo que permanece: la memoria puede olvidar, pero los objetos recuerdan. Un gran museo de todas las cosas, eso es la muerte. Una galería, si se quiere, aunque su solemnidad y su función parecen más las de un museo. Una exposición permanente de todo cuanto no ha existido en todas partes, en todo momento, o de lo que existió, hasta que ya no.
O quizá sólo es un montón de cosas.
Los objetos que residen en la muerte tienen muchos nombres. Deathys, les dicen los ingleses, como de cariño burlón. Acá les decimos mocas. Alguien trató de ponerles obuejos, como haciendo referencia a los objetos y la muerte, pero no pegó. Mocas sonaba más cool.
¿Cómo está tu moca?
Muy bien, gracias.
Era pegadiza, fácil de poner en canciones.
Toma tu moca moca moca, de la muerte que se esconde, tu ru ru, tu ru ru.
Pero eso no significaba nada.
A Jessica no le gustaba decirles mocas porque en su trabajo de docente tenía que mencionarlas a cada rato. Les gritoneaba a los niños, en el tono más amable posible, que por favor no se robaran la moca de sus amiguitos, y que la moca no iba en la boca y cosas que sonaban muy mal en voz alta.
Así que les decía moritos.
¿Moritos?, le pregunté en la terapia la primera vez que les dijo así.
Hola, mi nombre es Jessica y estoy harta de los moritos.
Hola, Jessica, dijo el coro.
¿Por qué moritos?, insistí cuando terminó de presentarse.
Tu trabajo como terapeuta no es cuestionar por qué le digo como le digo a las cosas, ¿o sí?
Todos estuvieron de acuerdo con ella, así que no insistí más.
Tráiganle otra hamburguesa y otra cerveza a mi amigo, por favor, que se está muriendo, le dijo Jorge al mesero, que me veía con una sonrisa en la cara, como si supiera que iba a volverlo rico. Aun así no me trajo nada, y tuve que pedírselo yo para que al fin nos hiciera caso. A partir de entonces iríamos ahí cada semana, saliendo de la terapia. Jorge me escucharía atento durante una hora, quejándome de todos, incluso riéndome de mí. Él también se reía de mí o conmigo, según se vea. Yo quiero ser optimista.
Lo mejor que puedes hacer por tus amigos es ayudarles a darse cuenta de que sí tienen dinero para terapia, y que no es eso lo que quieren de ti. Que tú necesitas ayuda.
¿Necesito ayuda?, le pregunté.
Mis habilidades de análisis se habían muerto. Hasta mi moca parecía deslucida, como si de tanto hablar de las suyas hubiera perdido su vitalidad. Claro que decir que las mocas tienen vitalidad es doblemente extraño: porque son cosas y porque vienen de la muerte.
Pero ¿qué son al fin y al cabo?
Giré mi moca entre mis dedos y bebí lo que le quedaba a mi cerveza sin decir nada.
Durante las sesiones, Alejandro era el primero en decir algo:
Yo creo que las mocas deberían quedarse en donde están. Por eso están en la muerte, ¿no? Además, ¿quién nos dice que realmente es el reino de la muerte? Igual más vale no tocarlas, para qué el arriesgue, pero uno nunca sabe al final.
Viridiana pensaba que las mocas eran las pequeñas crías de la muerte tentando a la gente a volverse loca y matarse. A mis amigos les causó morbo su teoría, así que quisieron escuchar más.
Ella nos contó:
Mi madre se murió una tarde porque un idiota con un auto le dio con todo y se le fue todo el aire. Casi casi podíamos verlo, encima de ella, como el alma que dicen que uno tiene. Pero era el humo del carro que había patinado las llantas. Los paramédicos llegaron y comenzaron a reanimarla. Cuando volvió, mi madre se puso a escupir una pequeña pelota de muchos colores. Así, nada más, como si hubiera sido una bola de pelos que hubiera tenido siempre en la panza. Abracé a mi madre, feliz de que estuviera viva. Pero ya no ha sido igual desde entonces. Sigue jugando con la pelota, que brilla cada vez que la arroja y cada vez que la sostiene. Nunca parece tener el mismo color. He tratado de que la suelte, de dársela al perro incluso, para que juegue con ella. No es que no quiera al perro, pero de mi madre al perro, la prefiero a ella. El perro ni se le arrima. La verdad es que he tratado de quitársela yo misma, pero siempre la trae consigo. ¿Tú qué crees que le pase? Pareciera tratarla como si fuera su bebé, no se le despega. Temo que mi mamá se esté volviendo loca.
De pronto todos me miraron, pero yo no sabía qué decir. Así que hice preguntas:
¿Le has dicho esto alguna vez a tu madre?
¿Qué cosa?
Que te inquieta que vaya con su moca a todos lados.
No se lo he dicho, pero no tendría por qué decírselo así. Ya le he dicho: mamá, ya deja esa cosa. Mamá, ven, mira, compré otro juego de mesa. Mamá, ¿no vas a lavarte las manos?
Jorge me veía desde el otro lado del salón, con los brazos cruzados, alzando las cejas. Parecía decirme Este es tu momento, díselos. Pero tenía que demostrarles que estaban locos por pedirme ayuda, no por haberla pedido.
Todos comenzaron a cuchichear como siempre.
Entre tragos, Jorge me había preguntado la semana anterior:
¿No te sientes más cercano a todos ellos? ¿No estás listo para decirles que los necesitas?
La verdad es que me siento más lejos, le dije. Siento que no los conozco.
Pues conócelos, me dijo.
Así que aquí estamos, pensé, rodeado de mis amigos, respirando hondo.
¿Alguna vez le has pedido a tu madre que te invite a jugar con su moca?, le pregunté a Viridiana.
Todos se quedaron en silencio otra vez.
No, nunca se lo he pedido.
¿Qué es lo peor que podría pasar si se lo pides?
No sé, que me muera.
¿Sabes de alguien que se haya muerto por tocar una moca?
Comenzaron a negar con la cabeza. Todos, incluso Alfredo, que no había dicho nada en todo ese tiempo.
¿Qué hacía tu mamá antes de jugar con su moca?
Jugaba conmigo.
Nunca la vi tan incómoda. Me resultaba tan poco familiar, mi amiga, a la luz de eso que no había podido decirme como amigo. En el fondo no podía sorprenderme por su silencio: seguramente yo le había fallado en mi papel, y sólo al fingir que yo no era el de siempre podía contarme algo importante, algo que verdaderamente era ella. Siempre había sido la chica independiente y segura que parece que hace todo sola, y aunque había tratado de jugar con su madre, comprando cada vez más juegos de mesa, no lograba convencerla del todo de volver a compartir su tiempo con ella.
Es como si mi madre no quisiera divertirse conmigo, me dijo. Como si yo no fuera la indicada.
¿Alguna vez jugó contigo a la pelota?
Nunca.
Quizá no lo recuerdas.
Recuerdo muy bien, me respondió cortante. Y supe que recordaba, aunque no quería hacerlo.
Ya no dijo más.
Esa noche Jorge me invitó al bar de siempre y se quedó callado hasta que yo hablé.
Sé lo que vas a decirme.
¿Ahora ya eres telépata?, me preguntó. ¿Tu moca también te permite hacer eso? A ver.
La tomó del bolsillo de mi pantalón metiendo su mano con teatralidad, como si fuera a sacar un conejo de un sombrero sólo para descubrir que el conejo había estado muerto toda la función.
A ver, cosita de la muerte, dame tu sabiduría. Hmmmmm, quiero leer la mente.
Ya basta, le dije.
Había tenido miedo de que la tocara. No sabía si él podría ver. Me quedé observando con calma cada gesto suyo esperando una reacción, incluso el menor espasmo. Jorge ni se inmutó. Su sonrisa seguía tan burlona como siempre, o como lo había sido las últimas semanas, desde que retomamos contacto, luego de que morí y regresé a esta vida.
Mi moca es un dado de muchas caras. Todas son iguales, así que nadie logra entender cuál es el punto, cuál es el resultado que debo obtener con ese juego. No dejo que nadie la toque. Jorge me regaló un dado parecido cuando éramos muy jóvenes, esperando darme un poco de alegría. Habíamos pasado por un infierno juntos. Era mi mejor amigo, después de todo.
Jorge tenía su moca en la mano. O lo que según él debía ser su moca, porque la llevaba siempre consigo. La suya era un botón de videojuego, algo diminuto y ridículo que pasaba desapercibido de no ser porque si lo ponía en un control… ganaba siempre.
O eso es lo que él me decía.
Qué fea palabra, ¿no crees? Moca. Deberíamos hacer como tu amiga e inventarnos otra.
A lo mejor, le dije. Mágico y moca suenan muy mal juntas, por ejemplo. Es obvio que mientras se llame así no podrá tener magia.
Es la ridiculez más grande que has dicho, y eso que hoy diste terapia estando al borde del suicidio, me respondió.
¿Quién dijo que voy a suicidarme?, le reclamé.
En la siguiente sesión, Viridiana fue la primera en tomar la palabra. Nos contó que durante la semana se había acercado a su madre, esperando comprender por qué estaba tan unida a la pelota.
Al final no logré sacarle nada.
No tienes por qué sentirte mal, le dije. Es algo que podrás ir trabajando poco a poco.
Pero Viridiana no parecía molesta, ni siquiera decepcionada, aunque lo que había dicho iba en contra de todos sus planes.
No me siento mal.
Había tenido la mano escondida en el bolsillo todo ese tiempo, como esperando el momento apropiado. Ese era.
Al menos sé que ya no va a hacerlo. Si no quiere hablar, no dejaré que juegue.
Mi amiga había llevado la moca de su madre. A mí me pareció que era violeta; a Jorge le dio la impresión de ser una pelota cualquiera, incluso más triste que la mayoría, sin color.
Durante los minutos que siguieron traté de convencer a Viridiana de que se había equivocado, pero resultaba difícil hacerlo abiertamente.
¿Cómo reaccionarías si te quitaran algo importante?
Nada es más importante para mí que mi madre, me dijo. Ella debería hablar conmigo, decirme qué le pasa. Yo necesito que me diga qué tiene. Por qué está tan obsesionada con esto.
Apretó con fuerza la pelota, como si fuera una cosa viva a la que esperaba hacerle daño.
¿Y no crees que tu madre se merece un poco de espacio, luego de haber estado muerta?
Viridiana dejó de apretar la pelota.
¿Perdón?
Yo ya estuve muerto, le dije.
Ella y el resto no supieron qué decir, lo supe. Jamás se los había contado. No había querido hacerlo, no hubo necesidad. ¿Para qué? No tenía caso preocuparlos. Cada uno debía estar pasando por mucho, pensé, y había tenido razón.
A lo mejor debería darle su espacio, me dijo.
Y regresarle la pelota, insistí. No te pertenece.
No te prometo nada.
Alfredo pareció envalentonarse con lo que había sucedido y nos compartió algo difícil. Él se había mantenido callado hasta en el cuchicheo. No recordaba hacía cuánto hablé a solas con él, o quién lo invitó, cómo supo de las sesiones.
Me conoció luego de que Jorge se fuera de mi vida por un tiempo. No era mi mejor amigo, ni siquiera un amigo con el que me gustara hablar especialmente, pero él comprendía por lo que pasé, el dolor. A veces es eso todo lo que hace falta para unir a dos personas, incluso volverlas amigas: haber perdido lo mismo, llenarse mutuamente de nostalgia por cosas mejores, de las que ambos carecen; saber que están juntos en eso.
A Alfredo y a mí nos unía algo indecible, y él estaba por hablar.
Mi hermano tenía un par de años más que yo cuando lo mataron, nos dijo.
Lo siento mucho, repitieron todos.
Yo lo recordaba muy bien. Nunca supe los detalles, pero la muerte de su hermano había sido traumática para él. Un hombre le había disparado, sin más, y Alfredo se había quedado con la bala. La llevaba a todos lados como un talismán, como si lo hiciera sentirse más cerca de su hermano.
Mi hermano y yo formábamos parte de una banda, siguió diciendo. Desde muy chicos nos habían invitado a participar. Nos dijeron que podíamos estar de ese lado o de otro, pero nuestra calle y nosotros debíamos estar de alguno de los dos. Toda la calle se volvió del mismo bando, menos una casa. Por años lo dejamos en paz. Era un señor que casi no salía, casi no hablaba con nadie, muy tranquilo. No había necesidad de hacerlo parte. Luego comenzó a salir a caminar por las mañanas y por las tardes. Decía que iba por el periódico y que su médico le recomendó caminar por la mala circulación. Nosotros, por supuesto, creíamos que salía porque estaba vigilándonos. Se había unido al otro bando. Mi hermano comenzó a lanzarle cosas a la casa, a gritarle al viejo cada vez que salía, a tirarle el periódico cuando se lo topaba de regreso. Fue él quien primero lanzó piedras a sus vidrios y quien lanzó cosas por la ventana rota. El primero que entró a su casa y movió sus cosas de lugar; el primero que se llevó las que pudo. Yo fui el segundo. Fui detrás de él e hice todo eso.
Mis amigos me observaban con cuidado. Parecían preguntarme por qué él era mi amigo. Tenían miedo. ¿Eso significaba que yo también formaba parte, que estaba de su lado, e iba a hacerles lo mismo?
Era la primera vez que escuchaba esa historia.
¿Por qué guardaste la bala?, le pregunté.
Él no dejó que mi pregunta lo interrumpiera.
Una tarde salimos a dejarle en claro al viejo que ya estaba bueno, prosiguió. Le habíamos dado muchas advertencias amistosas y ya no le daríamos ni una más. Entonces el viejo sacó una escopeta y le dio de tiros a mi hermano. Tres en el tórax, uno en la cabeza, ya en el suelo. Con el primero mi hermano comenzó a sangrar y perdió la consciencia un momento. Luego, ya en el suelo, la recuperó. Tenía una bala en su boca, que no pudo dejar de mirar entre sus dedos cuando la apartó. No sé si esa fue su moca o si fue la bala que disparó aquel viejo. No quiero saberlo. De cualquier forma, del último disparo le fue imposible volver.
¿Te disparó a ti?, le preguntó alguien, no supe quién, porque yo no paraba de mirar a Jorge a la distancia, pidiéndole ayuda, ánimo, fuerza.
Jorge respiró hondo y cerró los ojos. Parecía decirme Necesitas hablar con ellos, tienes que ser sincero. Todo su cuerpo se volvió más lento, quizá evidenciando la prisa con la que yo respiraba. Desde que oí que le habían disparado en los pulmones, los míos habían acelerado su aliento.
Respiré profundo y cerré los ojos.
Luego vi a Alfredo, que tenía sus ojos puestos en una bala brillante y hermosa, que no parecía una bala, sino un capullo, como el que usan las mariposas antes de ser mariposas, cuando se disuelven y dejan de existir por un momento.
Nunca se me ocurrió pensar que morir era eso, y que las mocas iban de mano en mano como mariposas haciéndonos ver el paso de las estaciones, y de la vida a la muerte.
¿Haría alguna diferencia si esa bala en tu mano fuera su moca?, le pregunté.
No, ninguna. Pero no sé si quiero creer que tuvo una segunda oportunidad, que volvió un momento de la muerte y se la arrebataron.
Los demás parecían dispuestos a gritarle que se lo merecía. Si acaso mis amigos eran los de siempre, alguno estaba por hacerlo, pensé. Alejandro, seguramente. Pero ninguno lo hizo. Ellos se tomaban en serio el asunto del grupo terapéutico. Estaban locos, y lo sabían. No trataban de negarlo.
Querían estar mejor.
¿Qué pasaría si creyeras que es verdad, incluso si no lo es?, le pregunté, tratando de ordenar mis ideas. Es decir, imagina por un momento que eso que está en tu mano es su moca, que tienes una parte de tu hermano, o la parte de la muerte que tu hermano pudo traer de vuelta cuando se fue.
La guardaría, pero ya la estoy guardando, me dijo.
¿Tú qué crees que signifique?
Aquel viejo, cuando lo detuvieron, dijo que mi hermano se había provocado sus muertes. Los policías le preguntaron a qué se refería. Él me había visto retirando la bala del cuerpo de mi hermano, absorto en ella mientras le quitaba la sangre. Aún la llevaba conmigo, apretada en mi mano como un puño. Esperaba que si lo era, si aquella cosa era su moca, me diera el poder de matarlo a golpes, atravesarle la cabeza como si fuera una bala.
¿Y lo intentaste?
¿Qué cosa?
Golpearlo.
Alfredo no parecía estar seguro de qué responder. Al final me dijo:
No, no lo hice. Hubiera querido, pero no lo hice.
Aquello tuvo sentido para mí. Alfredo jamás se metía en problemas. Ni siquiera tocaba el claxon cuando conducía. Nunca me pareció que estuviera conteniendo una pulsión agresiva, esperando el momento propicio para recordar cómo se siente ser libre.
¿Y por qué no lo hiciste?
Me olvidé que estaban los otros, que nos oían. Incluso me olvidé de Jorge. Solté el dado en mi bolsillo y usé mis dos manos para impulsarme en la silla y ponerme de pie. No podía estar sentado.
Si de verdad querías hacerlo, insistí, ¿qué te detuvo?
Supe que lo sabía por el modo en que estaba apretando la bala. Yo había sostenido así el dado las últimas semanas. Sólo tenía que decírmelo. Podíamos compartir eso también, aunque hasta entonces sólo hubiéramos compartido el silencio y la pena. Podíamos salir juntos del hoyo en el que nos sumimos.
Pero Alfredo no me respondería aquella tarde.
Qué fuerte, me dijo Jorge esa noche, cuando me invitó a cenar. Había cosido su moca a la camisa que llevaba, usándola de botón. Según él, le daría suerte.
¿No tienes miedo de que se caiga?, le pregunté. Ya sabes, podría perderse para siempre, podrías pelearte con alguien en el bar, ya que andes borracho, y jalen tu camisa y se la lleven. ¿Y entonces qué sería de tu suerte, amigo mío, cómo la conservarías?
¿Quieres que probemos?, me respondió.
Se puso de pie y fue hasta el otro lado, donde un hombre solitario bebía y comía lo mismo que nosotros. Comenzó a gritarle, no supe qué, porque había mucho ruido. Me preparé para ir corriendo a ayudarlo si hacía falta, porque ni Jorge ni yo éramos buenos con los golpes. En realidad jamás nos habíamos peleado con nadie. No éramos esa clase de hombres. Pero la muerte le había hecho pensar a Jorge que tenía la suerte de uno de esos hombres, que pelean y pelean y pelean y siguen como si nada, que viven mucho más que los cautos, como nosotros, que no se meten con nadie y un día ya no pueden con el peso que siempre llevan encima.
Luego de un minuto o dos, me pregunté si no estaría pasando otra cosa, porque el hombre no hizo por ponerse de pie ni por responderle.
¿Qué pasó?, le pregunté cuando volvió a sentarse junto a mí.
Hizo todo lo que pudo para mantener el suspenso. Esperó hasta que ya estaba despidiéndose de mí, y entonces me susurró:
Te lo voy a contar cuando tú se los cuentes, me dijo.
Poco a poco todos fueron abriéndose más en las sesiones.
Alejandro nos contó que su moca era un tatuaje. Yo no estaba seguro de entenderlo. ¿Desde cuándo la tenía? No se lo había contado a nadie, o lo habría escuchado. Vi su tatuaje muchas veces y, aunque me parecía curioso, jamás tuve la impresión de que fuera sobrenatural.
Un día me morí, nos dijo. Infarto. Mala suerte, porque yo estaba muy sano. Siempre he sido muy sano. Mantenía impoluto mi cuerpo, ¿saben? No le metía nada que no supiera de dónde venía o que no pudiera degradarse conmigo al morirme. ¿Tú conocías este dato?, me preguntó. Le dije que no. Nuestros cuerpos tardan más en descomponerse por los conservadores y los microplásticos, continuó diciendo. Imagínate, qué le voy a andar poniendo tinta a mi cuerpo. Luego del infarto, mi querida Mayra quiso apapacharme mucho en la cama, y fue ella la que lo notó. ¿Cuándo te hiciste esta cosa?, me dijo. Ni siquiera supo ponerle nombre. Yo tampoco. Estuve enseñándolo a todo el mundo a ver si alguien sabía.
Por supuesto, yo podía recordarlo. Pasó por una fase de utilizar camisas de manga corta, según él porque estaba comenzando a ejercitarse, y aunque lo hacía, sonaba a excusa descarada. Nos repetía una y otra vez que lo viéramos, que admiráramos el gran trabajo que habían hecho en él.
Un día fui así, todo deportivo, a acompañar a Mayra por unos jarrones y unos cuadros baratos en el tianguis. Mientras caminábamos entre los puestos, un hombre que vendía vasos y cosas de vidrio me detuvo, diciéndome que ese era un excelente tatuaje de cristal, que jamás había visto uno así. Por supuesto, yo le dije que lo era, pero que si podía contarme por qué se lo parecía, no estaba mal, hasta un minuto me iba a estar ahí si resultaba interesante su plática. Y la verdad es que no supe cómo reaccionar a lo que me dijo.
Alejandro se puso de pie, se quitó la camisa y con el torso desnudo se giró para que lo viéramos. No había notado, sino hasta ese momento, que él había estado ejercitándose de verdad.
En todo ese tiempo, fue la primera vez que noté su miedo.
Mis amigos trataron de ver desde sus asientos, pero como no podían, se pusieron de pie. Pasaron para ver el tatuaje. Todos parecían tan confundidos como yo la primera vez que lo vi.
Lo que se ve es lo que hay dentro de mi cuerpo. Es como si el tatuaje de cristal fuera traslúcido desde ciertos ángulos y desde otros es un espejo. Así que mientras me ven a mí, se ven a ustedes. Es algo muy único, si me preguntan.
¿No te da asco?, le pregunté.
Él estaba alzando el pecho, presionando sus músculos para verse más tonificado.
¿Y por qué iba a sentir asco?
¿No te da pena que otros puedan ver algo así?, le pregunté. Jorge se puso de pie, y le grité que se sentara. ¡No interrumpas, Jorge! Siéntate como los demás.
Todos me miraron con miedo.
¿No te da asco que los demás vean cómo eres por dentro? Creí que no querías que supiéramos.
No voy a dejar que me hables así, me dijo. Estaba molesto, sí. Aunque podía notar que su decepción era mayor que su enojo, con justa razón. Me había sobrepasado.
No vi cómo estaba mirándome Jorge, pero lo imaginé. Lo supe al rato de que salimos, temprano esa tarde porque Alejandro se molestó, largándose iracundo, mientras el resto, que quedaron con mal ánimo, se fueron también.
No puedo creer que le hayas preguntado eso. No va a volver. Y probablemente ya no quiera ser tu amigo, con justa razón.
Él es el que tiene tatuado un espejo, le respondí, él es quien debería verse más a menudo.
Me detuve de golpe, indispuesto a ir a cenar como siempre. Apreté el dado como si quisiera romperlo, y me fui.
En las sesiones que siguieron, Jessica nos contó que en su trabajo los niños que habían muerto al nacer tenían sus moritos con ellos todo el tiempo, como si fueran sonajas.
Según las madres de hoy, los moritos son de la buena suerte, como ángeles de la guarda, talismanes. Una mamá me dijo el otro día que su hijo no iba a morir porque ya se había muerto, que la muerte no pasa lista dos veces. ¡Como si la vida fuera una escuela! Quise decirle que estaba loca, pero otra mamá dijo una tontería peor. Dijo que los moritos en realidad son una manifestación del alma de los niños, que todos tienen uno incluso si no se han dado cuenta. Que su hijo jamás murió. A ver, señora, estuve a nada de aclarar. Que los moritos vienen de la muerte es un hecho, es ciencia, hay pruebas. Pero tampoco dije nada porque el papá de una niña me confesó que el morito que ella llevaba a la escuela no era suyo, sino de él. No comprendí por qué un padre le daría a su hija algo como eso, y me respondió que era muy sencillo. Si yo me muero, eso que ella trae consigo ya está vinculado a mí, así que quizá pueda comunicarme con ella a través de la muerte. Imagínate, como si fueran walkie talkies o algo así. Señor, no hay señal en el mundo que alcance para esa comunicación, ¿cómo le explico? Otro señor dice que los moritos son las cosas que uno quisiera dejarles, los recuerdos que uno quisiera en el mundo, materializados, resistiéndose a la muerte. Me dijo que es normal que queramos que nos recuerden con una sonrisa, incluso si nadie más entiende por qué lo estamos haciendo.
Jorge y yo nos mirábamos.
Alejandro llegó tarde a esa sesión. Pensé que no iría. Apenas lo vi entrar le sonreí apenado. Él debía saber que no fue mi intención. No, él no debía saberlo. Yo debía decírselo. Supe que era el momento, que aquel señor tuvo razón al hablar con Jessica, y la interrumpí.
Jorge y yo crecimos en la misma casa durante algunos años, cuando su padre se enfrentó a la justicia por matar a su madre, y mis padres fueron ante el juzgado para ofrecerse como sus tutores temporales. Su madre, como pasó con el hermano de Alfredo, había vuelto a la vida por un momento, gracias a los doctores, pero al final se acabó yendo, como si se hubiera arrepentido. Su moca no la encontraron sino hasta la autopsia, cuando vieron que se había quedado atorada en su pecho. Su forma le había hecho imposible escupirla y, por lo que sabían, la obstrucción que le provocó bien había sido la causa de su segunda muerte. Era un disco. Un juego. Cuando Jorge lo jugaba conmigo, mi consola se sobrecalentaba, y el personaje que él podía elegir para jugar era demasiado parecido a él, y el villano, a su padre. Tenía que rescatar a su madre de sus garras. Tenía sentido para mí. En ese entonces los juegos tenían rostros más o menos genéricos, borrosos. Me convencí, como hasta ahora, de que era una simple ilusión óptica causada por la tristeza. Yo me sentaba a jugar con Jorge, me pegaba a su hombro, en silencio. A veces con un control, otras sin él. En las ocasiones en las que lo dejaba hacer lo suyo, alzaba los ojos para verlo concentrado en el juego. No era extraño que llorara, pero tampoco hacíamos escándalo con ello. Como siempre perdía, le prometí que iba a regalarle otro control.
¿Qué tiene este?, me preguntó.
Es de mala suerte. Yo jugué con él por mucho tiempo y soy muy malo jugando. Ni siquiera sé lanzar un dado, le dije. Siempre que lo lanzo cae en la misma cara.
Es porque los dados sólo tienen seis caras, me dijo. Si tuvieras uno con muchas no serías tan malo. Si tú ganas, voy a ganar. Serás mi amuleto de la suerte.
Al poco tiempo me regaló un dado de cien caras. Parecía una pelota.
Es imposible que caiga el mismo número con este, me dijo. Vas a ver que ya vamos a ganar.
Pero yo seguí sacando el mismo número, incluso con aquel dado. Él siguió perdiendo.
A lo mejor si le agregas un botón, hará lo que quieres, le dije, señalando el control.
A ti no te sirvieron otras noventa y cuatro caras, ¿o sí?
Ambos nos reímos.
Luego lo encontré sobre mi cama una tarde. Ambos dormíamos ahí porque en casa no tenían otra cama. Pensé que estaba dormido y me recosté junto a él. Cerré los ojos, para no incomodarlo. A veces nos quedábamos hasta la madrugada jugando, y teníamos sueño todo el día. Yo tenía sueño ese día. Hasta que amaneció me di cuenta de que él seguía así, con los ojos cerrados.
Interrumpí a Jessica, con los ojos fijos en Jorge, sonriéndole.
No sé qué son las mocas, pero sé para qué sirven, les dije a todos.
Me puse de pie, dejando mi moca sobre mi asiento. Me aparté hasta la otra orilla, donde hubiera estado Jorge, si estuviera.
Mi nombre es Dilan. Y mi amigo Jorge murió hace muchos años. Se suicidó en mi habitación, luego de que no pudo salvar a su madre en un juego que encontraron en su pecho. No soportó perderla tantas veces. Esa es mi moca.
Jorge tenía razón. Tenía que recibir ayuda. Ahí estábamos en ese instante, esperando que las cosas mejoraran. Yo no podía ayudarlos así. Yo también tenía que aceptar mi locura.
Si la toman, puede que vean lo que yo veo, les dije.
Uno a uno, mis amigos fueron pasándose el dado. Uno a uno sus rostros se entristecieron, como si de golpe, sin apenas decir nada, me comprendieran. Igual que con Alfredo, ya nos unía la pérdida.
Jamás los vi experimentando tantas emociones como entonces. Cuando la moca llegó a mí, la sujeté fuerte. La giré en mi mano como los antiguos lanzaban los dados para conocer el futuro, el designio de los dioses; como si pudiera obtener un resultado distinto, algo que no fuera mi amigo muerto.
En el asiento donde había estado yo, ahora se encontraba Jorge, mirándome. Su sonrisa parecía gritarme Ganamos, pero tan sólo me estaba resistiendo a perder más.
No voy a preguntarles qué fue lo que vieron, les dije. Sólo puedo confesarles que yo lo veo a él. Tiene mi edad. Él ha crecido. No sé cómo se puede crecer en la muerte, pero creció conmigo. No se quedó joven, como hacen los muertos, como deberían hacerlo. ¿Pueden culparme por no saber ayudarlos?
Se suponía que yo sería el terapeuta para mi grupo de amigos, pero, como les advertí, no podría serlo. Aquello era una locura, todos lo sabíamos.
Lo siento, le dije a Alejandro, todavía fuera del círculo de las sillas, pasmado, con la boca medio abierta y los ojos fijos en mí. No fue mi intención lo del otro día. Me alegra que hayas vuelto.
Apartaron las sillas y compraron un montón de comida.
Es una fiesta, me dijo Alejandro.
¿Qué estamos celebrando?, le pregunté.
Tu cumpleaños. Al final nunca te hicimos una fiesta, me dijo.
Cuando tocó brindar, yo lo hice por los muertos. Por todo lo que no podemos traer de vuelta con nosotros, ni aunque vayamos ahí.
De pronto ya todos nos habíamos dado de alta de aquella locura, como si tan sólo hiciera falta celebrar. Darnos cuenta de que no podíamos hacer nada nos quitaba ese peso. O debía hacerlo.
Mientras los demás conversaban, ya en otro ánimo, Alfredo se acercó hasta donde estábamos Alejandro y yo, y me dijo que ya sabía la respuesta.
¿Qué respuesta?, le dije.
El otro día me preguntaste qué me detuvo de golpear al viejo que mató a mi hermano, y no supe responder. Creo que ahora lo sé.
Se acercó hasta mi oído, para que nadie más escuchara, luego se apartó otra vez y habló en un volumen perfectamente audible. Apretó el hombro de Alejandro, todavía junto a nosotros. Me sonrió. A fin de cuentas, ya todos ahí eran sus amigos también.
No quería ser como mi hermano, me dijo. Si lo seguía, iban a matarme también.
Los tres nos quedamos en silencio.
Alejandro fue el último en despedirse. No contó su gran revelación, pero me sonrió varias veces, incluso me recordó a Jorge por un momento.
Sabes que soy tu amigo y que puedo hacer por ti lo que tú hiciste por nosotros, ¿verdad? Bueno, lo que trataste de hacer.
Asentí, agradecido, y no dijimos nada más.
Esa noche, a punto de dormir, recibí un mensaje de Viridiana. Ella había faltado a la última sesión. Pensé que se había ido por el modo con el que traté a Alejandro o a ella. Que no iba a perdonarme.
“Mamá y yo hablamos. La pelota es de mi hermana. Todo estará mejor”.
Yo no sabía que tuviera una hermana. Debió de morir cuando era muy pequeña. Una pelota es un buen juguete para un bebé.
Sujeté otra vez mi moca y la hice rodar sobre la cama. Jorge se apareció junto a mí. Hacía años que no rodaba mi moca dentro de casa. Yo también era un bebé cuando se trataba de aceptar la muerte. No le dije nada. Tomé el botón de videojuego que él llevaba en la camisa y lo coloqué en mi control. Hice como si lo hiciera, en realidad. Para la buena suerte, pensé, y él asintió, como leyéndome el sentimiento.
Mientras jugaba, él puso su cabeza sobre mi hombro. Se quedó conmigo toda la noche.
¿Ya vas a decirme qué fue lo que le gritaste a ese hombre?, le pregunté. Al hombre del bar. Era obvio que el hombre no podía escucharlo. Jorge lo sabía. Debió gritarlo para mí, y yo quería escucharlo.
Le dije que éramos unos perdedores y unos niños, pero que ya no seríamos ninguna de las dos. Que vendrían cosas mejores si te atrevías a hablar.
Luego, mientras se iba quedando dormido, me dijo:
Al fin te hice ganar.
Esa noche gané todas las partidas. Salvé a su madre por él.
Cuando Jorge se quedó dormido, con una sonrisa en su cara, rodé el dado en el suelo, sabiendo que jamás obtendría de él un resultado distinto. Al día siguiente conseguiría un terapeuta.
Daniel Centeno (Los Mochis, Sinaloa, 1991). En 2017 obtuvo mención honorífica en el Concurso Nacional de Cuento “Juan José Arreola” y en 2019, el Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción. Fue becario del FONCA (2017-2018 y 2022-2023) y del PECDA Jalisco (2020-2021). Es autor de No hablaremos de muerte a los fantasmas (2021).