ISSN: 2992-7781
REVISTA DE LITERATURA DE LA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DEL ESTADO DE MÉXICO

Algunos veranos pasó aquello

Lolbé González

 

 

Algunos veranos pasó aquello.

El mar retrocedía y dejaba ver toda clase de cosas.

Por ejemplo, pedazos de casas que los huracanes habían robado.

Por ejemplo, un inodoro color turquesa.

Por ejemplo, estrellas de mar y peces globo.

 

Se decían toda clase de cosas:

que la retirada del mar era señal de mal tiempo,

que el agua sólo retrocedía para recuperar lo que nosotros le habíamos robado,

que los chinos comían esos peces,

que si nosotros lo hacíamos, nos podíamos envenenar.

 

Me incluía en esa humanidad: nosotros.

A eso debía de referirse el pecado original,

a que unos años atrás, algún tatarabuelo,

junto con los tatarabuelos de los vecinos de la playa,

había aprovechado un momento de descuido del agua.

 

Así como se decía que otros antiguos lo habían hecho en el centro del país

y en la costa vecina.

El mar no olvida, decían los viejos.

Y yo dormía cada noche pensando que esa podía ser la noche

en la que el mar fuera a recordar.

 

A la mañana siguiente nos despertaba el ruido de las escobas,

el olor a hotcakes y huevo revuelto,

a Choco Milk.

Era una vida en la que orbitábamos alrededor de los adultos.

No había mucho que hacer.

 

No sé si las vacaciones duraban más o sólo así se sentía.

Nunca el tiempo ha vuelto a transcurrir estirándose de esa forma.

Cada día las mismas advertencias: todavía no te puedes meter al mar,

no te quemes tanto, que ya estás morena,

mira cómo ya quedaste.

 

Cuando el mar se retiraba, nosotras corríamos de los presagios.

Nos acercábamos a observar los caracoles, los pulpos atrapados,

las estrellas del mar que no había que tocar y tocábamos.

 

Algunos niños salían con cubetas.

Salían también los adultos encargados de cada parcela de niños.

Se miraban, pero no hablaban entre ellos

más allá de un qué tal, de unas cejas alzadas.

No éramos una comunidad, sino personas transcurriendo el verano con cierta proximidad.

 

Recuerdo un verano en el que un chico que llevaba una cubeta me habló.

Era, probablemente, lo más hermoso que he visto.

Aunque ahora no puedo recordar sus rasgos.

Como me habló, sentí que me había enamorado.

 

Más tarde, desde siempre la insistencia de extender el instante.

Le pedí a mi madre que me dejara volver a la playa.

 

El atardecer se había terminado.

“Yo sé por qué quieres volver”, dijo mi madre.

Y no agregó más.

Me sentí muy avergonzada.

Miré el ventanal y ya noche estaba en la casa de al lado.

 

Cenábamos temprano.

De postre siempre había una crema de coco a la que se le hacía una película de consistencia plástica que me gustaba retirar tratando de que no se rompiera.

 

Con un poco de esfuerzo, todavía la puedo sentir

entre el paladar y la lengua.

 

Lolbé González (Mérida, México, 1986). Maestra en Psicología Clínica por la Universidad Autónoma de Yucatán. Es docente en la licenciatura en Lengua y Literatura Modernas de la Universidad Modelo. Es autora de Quiscalus mexicanus(Grafógrafxs, 2022) e integrante del taller de poesía de Grafógrafxs.