Como un verso clarísimo, decir la sombra
Rocío Cerón
tanto de la belleza como del terror,
ambas cosas en claroscuro
Pura López Colomé
Colocarse en el espacio para encontrar una manera de yacer en el mundo, cuestionar los ángulos, restituirse algo de lo que late en lo incierto. Si la poesía respira, si la poesía es ritmo, quien escribe entonces configura un pulso estético, una forma donde la sangre, la pleura pulmonar, el dolor fulminante y el miedo se traducen en verso: «Sólo imaginando Ondinas / el dolor se transforma en poesía», canta Melisa Arzate Amaro en Titila sangre. Porque todo poema va configurándose para calar (abrir la herida hasta lo más profundo de la herida, hasta encontrarse con la luz, la verdadera luz de la escisión del lenguaje), para que «el alma del oyente quede temblando», como diría Vicente Huidobro. En este volumen signa un corte profundo a la escritura; el caudal anuncia, entre flores, anatomías y frutos —agua que corre entreverada por/entre el lenguaje—, algo que sangra, algo que sólo resuelve la enunciación poética y la vida que nombra.
Arzate Amaro estalla solarmente el verso entre violencia y rabia creando imágenes que van de lo mítico, con una Astarté divina (receptora de múltiples emblemas de poder y sabiduría), hasta un paisaje cotidiano de una cierta mesa puesta (para desentrañar sus viandas), donde todo está dado para un banquete sublime y donde todo, al mismo tiempo, es cuestionado y desobedecido. ¿Qué se desobedece ante lo aparentemente vasto? Todo. Abundancia y aquietamiento. Voz que busca el universo. Madre que canta a su hijo nación. Fuego que lo arrasa todo y es lluvia verbal para otorgar voz a las ausentes, a las interlocutoras pasadas, presentes y por venir. Una rítmica de apertura y cierre donde los alveolos acompasan la poesía de la autora como quien respira entre llagas y victorias. Música de tabaco humeante y «nucas erizadas».
¿Qué apuesta un libro como Titila sangre? Me atrevería a decir que una poesía como una faena de anunciación humanística donde la «sangre emana ardiente de mano y vientre / la vida / de azufre y polvo», como puntualiza Arzate Amaro. Una poesía de estados reales e imaginarios donde el cuerpo se repliega o expande entre purgatorios e infiernos pasando por la velocidad del vértigo del mundo. Espacios de pausa de la soledad y el tiempo acompasado de los amantes, sonido del mundo que arroja a sus sobrevivientes porque, cito a la poeta, «todos nosotros, gorriones de plomo batiendo las alas en tormenta volcánica, / hambre de nostalgia, dolor del tiempo, / peso del otro, patetismo propio y ajeno. / Todo de tan imperfecto, perfectamente nuestro». Un nuestro que es un suyo. Suyo hilado de reflejos, bordes y geografías de transiciones verbales donde la claridad de las palabras alumbra sombra, hace que nazca. Verso cuchillo, verso patíbulo, verso sala de parto, donde lino y pólvora hacen estallar los cimientos. Desde ahí seguir mirando, escuchando, poniendo el cuerpo para que no se escabullan los demonios y denunciar aquello mirado por ventanas: escenas de santones y embrujados, títeres de poesía vacua.
Titila sangre habla de lo que queda, de lo que no es oropel o sonido ambiental, sino sonido liminal de cuerpo, habitación y paisaje. Escritura desde los nervios, medular, hambrienta, amorosa. Cabalgante entre tiempos, cíclica y contemporánea, de claroscuros que son rasgados por una daga circunstancial. Filo de quien vacila porque vive, tiembla porque respira lo que hay en la poesía de desvelo y memoria, se arroja en pos de ella para adentrarse en la subsistencia misma del sentido primero del poema: restituir lo profundamente humano aunque se tenga que rascar la tierra hasta llegar a la ceniza más profunda, donde yace la dolorosa lengua del de Tracia.
Rocío Cerón (Ciudad de México, 1972). Es poeta. Su obra investiga las formas de construcción de la memoria, sus vacilaciones, la suspensión de sentidos (para crear otros sentidos) y el desplazamiento como territorios de choque para crear piezas transmediales.